Todo el mundo sabe a estas alturas que acudir a una ópera, y por añadidura a una zarzuela, entraña asumir un riesgo, el riesgo de que la idea preconcebida que uno trae no se corresponda con la que los artistas proponen. En el asunto de la interpretación musical suele haber mayor indulgencia, pues se reconoce que la música es un arte que se desarrolla in situ y en el momento concreto, y que siempre se puede desajustar el tempo, desafinar una nota o romper una cuerda. El asunto de la escenografía o del montaje es otra historia, porque normalmente suele tener un carácter premeditado, y aquí la indulgencia suele ser menos generosa. Esto es, a grandes rasgos, lo que ha acontecido en la propuesta de Doña Francisquita que nos ocupa: un reconocimiento indiscutible a la intencionalidad musical, y un notorio descontento –acompañado de abucheos– por la escenografía y la adaptación del libreto.

El primer acto se inició con todo el elenco sobre una escena que pretendía emular a un estudio de grabación radiofónico de los años treinta del pasado siglo. El asunto es que los cantantes no estaban ahí para representar "Doña Francisquita", sino para fantasear con que realizaban una grabación de "Doña Francisquita". Nada que ver, pues, con la zarzuela que todos conocemos. Un actor de televisión hacía las veces de director del evento y se empeñaba en discutirle a los protagonistas que el asunto del texto hablado en la zarzuela no tenía cabida y que lo iban a eliminar, así de claro. Por tanto, tuvimos una Doña Francisquita sin el texto hablado de su original, y este fue sustituido por los gruñidos y aspavientos del actor. Pues bien, el primer acto consistió en poner a los cantantes frente al público y hacerles cantar sus partes a la manera de una gala lírica. Y tampoco es que se lucieran mucho al principio, que entró el Lañador desafinando y la orquesta un poco inhábil. Pero al menos nos dio la alegría de presentarnos a los magníficos Ismael Jordi y Sabina Puértolas, que fueron, con todo, lo mejor de la tarde.

El segundo acto, más de lo mismo, pero en lugar de un estudio de grabación de radio nos trasladamos a un plató de televisión… en 1964. Insistía el actor en la negación del texto hablado y le echaba la culpa a las exigencias del régimen. Esta vez, con la excusa del elemento visual hubo algo más de colorido, pero en el todo siguió dándose esa impresión que se produce cuando se mira un cuadro anterior a la perspectiva, que es plano. Con la historia pasó igual. Dado el carácter de la escenografía y el apaño en el libreto había que estar muy atento para no perderse en el argumento. Una vez más le tocó a Ismael Jordi y a Sabina Puértolas elevar la función con sus inolvidables interpretaciones en el dúo “Le van a oír” y en la maravillosa romanza “Por el humo se sabe donde está el fuego”. Pero, en cualquier caso, como el enfoque escénico se orientaba hacia una suerte de ensayo general, este segundo acto quedó también muy deslustrado por la falta de comunicación con el público.

Seguimos al tercero, que nos llevó, esta vez, a una sala de ensayo en la actualidad. Como novedad tuvimos que ver al fondo, en una pantalla, imágenes de una película antigua que en realidad no aportaban nada ni a la trama ni a la música. Una vez más el hilo conductor lo llevó el histriónico actor mientras los cantantes y el coro (extraordinario, por cierto) se esforzaban por defender la representación en el contexto musical. Por ello tenemos que destacar el trabajo de Ana Ibarra y Vicenç Esteve en la Canción del marabú, así como el de Ismael Jordi y Sábina Púertolas en el dúo “Yo no fui sincera, perdóname”; ambos fueron muy aplaudidos al final de la representación. No obstante, lo mejor del tercer acto fueron las actuaciones del cuerpo de baile y la presencia estelar de Lucero Tena, que nos dejó boquiabiertos y entusiasmados con su dominio de las castañuelas en el famoso fandango, dejando claro que, cuando hay arte, no es necesario recurrir a ningún artificio accesorio o llamativo.