Ya lo dice claramente el barberillo, que “siempre son los mismos perros con diferentes collares”, refiriéndose, cómo no, a las clasificaciones típicas de nuestros gobiernos. No nos corresponde aquí valorar si esta afirmación es cierta o no, pero sí que conviene recalcar, al menos, la sempiterna actualidad de esta zarzuela, que con razón lleva erigiéndose como la cumbre de la lírica española desde su estreno en 1874, en el mismo Teatro de la calle Jovellanos. La razón la encontramos principalmente en sus elementos constituyentes, es decir, la habilidad nacional para la intriga, el alegre desparpajo de la sociedad pedestre, el galanteo desenfadado y cerril, la música, la danza y, por supuesto, la depurada técnica de criticar a los gobernantes. Aquí hay trabajo para la ficha artística encabezada esta vez por la batuta de José Miguel Pérez-Sierra y la dirección de escena de Alfredo Sanzol.
Llama la atención, de entrada, en una obra que sugiere, como hemos señalado, desparpajo y tal vez, un cierto desorden, que la escena se presente con una envolvente neutralidad, representada básicamente en un fondo negro del que se destacan unos paneles asimismo negros. Es una neutralidad que apenas duró lo que tardaron los artistas en iniciar el movimiento, pues la escena se vio siempre engalanada con los alegres colores del vestuario de Alejandro Andújar y con la insuperable iluminación de Pedro Yagüe. También aportaron color y vivacidad a la representación visual las cuidadas coreografías de Antonio Ruz, de entre las cuales hemos de destacar la de la casa de las costureras.
El caso es que en la zarzuela nada de esto funciona sin el trabajo de los cantantes y de la orquesta, y es aquí donde los asistentes nos hemos dejado las manos, y donde se las seguirán dejando quienes repitan, que está El barberillo recibiendo muchos bravos y sus representaciones están ocupando todos los asientos. No es para menos. Nosotros hemos visto la interpretación de Borja Quiza y nos han faltado elogios para la extraordinaria labor del cantante gallego. Se trata de un barítono completísimo que nos ha conquistado con la emisión de una voz sin fisuras, siempre atento a la narración de la historia y al acompañamiento orquestal. Posee, además, un talento especial en el movimiento y en la expresión corporal que propició que el barberillo nos resultara en cada intervención más interesante, más perspicaz y, definitivamente, más gracioso. Sus apariciones en escena siempre vinieron acompañadas de la expectación por qué nueva sorpresa nos iba a deparar, y nunca defraudó.
Pero no hemos de obviar, por ser sobresaliente el de Borja Quiza, el trabajo del resto del elenco por ser asimismo responsable de que esta función nos haya resultado inolvidable. Señalamos a Cristina Faus y a María Miró, que destacaron como la alegre Paloma y la marquesita del Bierzo, respectivamente, y que nos enseñaron con mucha gracia “cómo se habla en Madrí”. Añadieron también contraste al devenir de una historia que se balanceaba entre lo desenfadado del galanteo y la rectitud de la intriga política, amén del tono más íntimo que propiciaron los dúos de Miró con Javier Tomé. También brilló este tenor bilbaíno en su interpretación de Luis de Haro, representando con soltura la duplicidad emocional entre el cumplimiento del deber y el amor por la marquesita, también dividida por las mismas razones; queda en el recuerdo de quienes asistimos a la función el conmovedor dúo “En una casa solariega”.
No nos olvidamos del coro, que nos presentó a los Señores Madrileños; ni de todos los secundarios, majos, estudiantes, la vendedora Carmen Paula Romero, Don Juan de Peralta y Don Pedro Monforte interpretados por David Sánchez y Abel García: todos ellos aportaron su maestría y compromiso al resultado general de una función inolvidable. Pero también es necesario destacar la inmensa labor de la Orquesta de la Comunidad de Madrid y de su director, José Miguel Pérez-Sierra. Debemos gran parte del éxito de esta representación a la magnífica dirección y a la respuesta eficiente de la orquesta, siempre atenta a las líneas de los cantantes para doblarlas eficazmente y para apoyarlas en los momentos de mayor tensión dinámica.
Una representación redonda, como ven, con todos sus componentes cuidados y orientados principalmente para elevar a obra maestra de nuestra música la partitura del maestro Barbieri, y para hacer pasar al público un buen rato con los desatinos propios de nuestra idiosincrasia.