Acudir a una producción de Robert Wilson tiene cierto espíritu de reencuentro. Supone entregarse al lenguaje visual que le identifica de manera única, ese panorama de luces extensas y símbolos resaltados que tan bien conocemos los aficionados y que tan elocuentemente funcionan como amables elementos de poesía visual. Resulta difícil creer que estas mismas propuestas que hoy generan serenidad y destilan clasicismo, causaban escándalo y algaradas entre el público hace unas décadas.

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Propuesta de Robert Wilson para El Mesías de Handel
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

En este Mesías que se estrenó hace unos años en Salzburgo y ahora nos trae el Liceo, Wilson escoge una paleta acuática para representar la historia de esperanza y redención. Esta propuesta, sin embargo, resulta ser de las menos afortunadas de este creador. El catálogo de símbolos desplegados sobre el escenario no acaba de conectar con el mensaje de la obra, ni en la literalidad del texto –algo ya esperado– ni, de manera más preocupante, en su dimensión emocional. Sí es cierto que la escena consigue desplegar una cierta espiritualidad atmosférica, pero no logra integrar lo que ocurre en el foso ni en las voces. Es esta una experiencia escópica que fotografía magníficamente, pero cuyo desarrollo nos deja a la deriva en un mar de sensaciones livianas.

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La mezzo Kate Lindsey
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Seguramente con otros cantantes la vivencia hubiera podido resultar más completa, pero el cuarteto protagonista distaba mucho de ser el ideal para esta obra. No fue una buena noche para el tenor Richard Croft que, visiblemente indispuesto, luchó por levantar su parte. Pero sus continuas toses delataban un estado por debajo de lo óptimo. La mezzo Kate Lindsey mostró una presencia escénica contundente y seductora, pero vocalmente resultó sencillamente inaudible incluso desde la fila cinco donde me encontraba. Algo mejor fue la actuación del barítono Krešimir Stražanac. Es la suya una voz con buen cuerpo y proyección, aunque anduvo forzado en unas florituras que se le fueron de control en más de un par de ocasiones. La estrella de la noche era, por supuesto, la soprano Julia Lezhneva. Pero esa vocalidad generosa, energética y virtuosa, de la que tantas veces ha hecho gala, no llegó en esta ocasión al Liceo. Fue como un buen instrumento tocado con sordina. Se entiende que la obra requiere cierta serenidad, pero esto no debería restar oportunidades para admirar una voz de su trayectoria y su probado calibre. Tampoco fue una buena noche para el coro, que empezó desganado y perdido, especialmente en las voces más altas, pero fue remontando después del intermedio, hasta unas intervenciones finales, a partir del icónico “Aleluya…”, más que aceptables.

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La soprano Julia Lezhneva
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Lo mejor de la noche hubo que encontrarlo en un foso que, a buen seguro, no podrá resistir un análisis efectuado con criterios de interpretación historicista, pero que dotó de energía una representación llena de fugas. Pons hizo más Mozart que Handel, se apoyó en unos fraseos elegantes y en la exhibición de unos vientos mimados y exquisitos que navegaron la travesía narrativa, mientras en la escena los cantantes hacían aguas.

Quedarán en la retina algunas escenas y icónicas de esta producción: esa soprano estática flotando en un mar de serenidad o la potencia simbólica de ese árbol final sobrevolando el coro. Pero, en general, esta propuesta parece traernos únicamente una sucesión de elementos ya conocidos que no acaban de encontrar su proyecto común. La genialidad de Wilson de despliega en la forma y no tanto en el fondo, y no consigue demostrar que un oratorio puede llevarse con éxito a las tablas de un teatro de ópera, como tantos creadores han mostrado en otras ocasiones.

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