Tras las últimas semanas, dominadas por el repertorio postromántico, la temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia nos ofreció un refrescante regreso a los clásicos de la mano de Carlos Mena y el Coro de la Sinfónica de Galicia, en la que fue su última presentación en esta temporada. Clásica pero no ello menos intensa, pues el Stabat Mater, a pesar de su innovador uso de las armonías y de la intensidad emocional que Haydn infunde a cada número, es una de las obras de su magno opus injustamente olvidada. De hecho, aparecía por vez primera en los atriles de la OSG. A ello se sumaba el doble interés por conocer el cuarteto solista, no anunciado hasta la semana previa, y reencontrarse con el Coro tras sus interpretaciones de Brahms y Handel de esta temporada.
Frente a aquellos que pudieran esperar una interpretación historicista y fiel al estilo original de Haydn, caracterizado por una orquestación esencialmente austera, carente de trombones y timbal, Mena planteó un enfoque más brillante en instrumentación, en la línea habitual de la interpretación de la obra por orquestas sinfónicas. Abordar la obra en un recinto hipertrófico como el Palacio de la Ópera implica inevitablemente una modernización instrumental que más que un suicidio musical, es una evolución necesaria. Resultó, en cambio, más polémica su concepción de la obra, en la que exprimió al máximo el innegable carácter operístico de la partitura, dilatando los tempi y acentuando el lirismo hasta un extremo casi más verista que religioso.
El cuarteto solista tuvo una actuación desigual, brillando muy especialmente las voces masculinas. Thomas Cooley, destacó por su articulación precisa y una hermosa línea vocal, magníficamente proyectada, que superó a la perfección las limitaciones acústicas del recinto. Su "Fac me cruce custodiri" fluyó sin la más mínima tensión en el registro agudo y fue coronado por una deliciosa cadencia vocal con trinos impecables. El joven Ferran Albrich aportó autoridad y gravedad en sus dos cruciales números, desplegando un rango vocal equilibrado. La claridad de su dicción fue un punto sobresaliente en el vertiginoso “Flammis orci ne succendar”. La personalidad de Sonia de Munck fue lo más destacado de su intervención, pues mostró dificultades controlando el vibrato y manejando las líneas melódicas más largas y ornamentadas. Sin embargo, en el sublime dúo del “Sancta Mater”, pese a la ausencia de un agudo más poderoso, la fusión con el tenor fue armoniosa y verosímil. Anna Reinhold a pesar de un buen legato, desaprovechó la belleza atemporal de números como el "Fac me vere tecum flere", lastrada por un registro grave inexistente e incapacidad para proyectar.
El Coro, bajo la dirección de Javier Fajardo, constituyó uno de los aspectos más gratos de la noche. Se integró perfectamente con la orquesta, dando vida con seguridad y profesionalidad a las texturas más complejas, como lo demostró en el "Quis est homo", tan reminiscente del Requiem mozartiano. En él supo transitar con soltura desde la oscuridad a la luz. Culminó su actuación en un exultante “Paradisi”. Marcó sin duda la diferencia en una estimulante interpretación que en lo global impactó por la entrega emocional de todos los implicados.