El siempre deslumbrante Frank Peter Zimmermann fue el destacado protagonista del concierto de fin de temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia. En esta ocasión, llegó con la monumental obra de Elgar bajo el brazo. En el podio no se encontraba el nuevo director titular de la Orquesta, González Monjas, sino su predecesor, Dima Slobodeniouk, quien también cerrará la próxima temporada 23-24. Esto refleja la gran huella que Slobodeniouk ha dejado en la orquesta y en el público coruñés, donde sigue siendo una figura de referencia.

Slobodeniouk planteó un programa alternativo al estilo habitual de los cierres de temporada, en los que se ahonda en el repertorio orquestal más rutilante. En la primera parte nos presentó uno de sus compositores favoritos, Stravinsky, del cual ha explorado asiduamente con la OSG sus obras menos conocidas. La Sinfonía de instrumentos de viento fue abordada con un gran rigor en las relaciones de tiempo, lo cual le confirió un aura introspectiva y hierática, alejándose de enfoques más incisivos. Este carácter luctuoso, la aproximó al origen de la obra: un postergado homenaje póstumo a la figura de Claude Debussy, tal como Luis Suñén describe en sus amenas e informativas notas al programa. Especialmente lúcida resultó la segunda parte de la obra en la que, tras el clímax central, la larga marcha fúnebre adquirió, en manos de los vientos de la OSG, un color sofisticado y cautivador.
No es habitual poder disfrutar de El canto del ruiseñor, probablemente debido a que su suite orquestal, sin referencia vocal, puede llegar a resultar muy episódica. Sin embargo, es un verdadero placer disfrutar la variopinta e imaginativa orquestación de Stravinsky. La orquesta desplegó todo su talento para producir una articulación nítida y clara, especialmente en los pasajes rítmicos más endiablados y en los continuos diálogos entre diferentes secciones de la orquesta. Realmente se hizo justicia a la maestría con que Stravinsky experimenta con las más diversas combinaciones de instrumentos. La interpretación fue merecedora de una respuesta más entusiasta, pero parece que el público no vio satisfechas sus expectativas.
Si hay un intérprete ideal para reivindicar el Concierto para violín de Elgar, ese es sin duda Zimmermann. Es sorprendente que en tan solo los diez años que la separa del Concierto para violonchelo, el lenguaje de Elgar haya ganado tanto en inspiración melódica, sutileza orquestal, profundidad y, sobre todo, en el aprovechamiento al máximo de las posibilidades expresivas de un solista. Como resultado, estamos ante el más largo y difícil de todos los conciertos románticos para violín, que requiere virtuosismo y máxima concentración del solista. Su estructura es extremadamente episódica, muy lábil, especialmente si no se construye una arquitectura global convincente y cohesionada. Mis experiencias previas en vivo no han sido especialmente estimulantes. Sin embargo, fuerzas de la naturaleza como Zimmermann, tienen el don de hacer manar agua de las piedras, haciendo que cualquier reparo acerca de la obra pase a un segundo plano. Zimmermann tiene perfectamente interiorizada la obra y dio vida a una interpretación extrovertida y explosiva; una verdadera fiesta de pirotecnias violinísticas. Slobodeniouk y la OSG, complacientes, se limitaron a dejarse llevar por el solista, quien derrochó sensibilidad en el Moderato concluyente, una vez más de marcado carácter fúnebre, en este caso homenaje a uno de los amores platónicos de la juventud del compositor. Hubo muy prolongadas ovaciones, en parte por la esperanza de arrancar un bis que nunca llegó.
En resumen, un refinado y exquisito concierto que cerró la temporada "Imprescindibles". Realmente, así lo fue, por la magnitud de las obras, la implicación de músicos y solistas, y sobre todo, por haber logrado recuperar a lo más imprescindible, el público, que esta temporada volvió con fuerza y entusiasmo casi equiparable al de los tiempos prepandémicos.