Apuntalando una notable programación, el Festival de Úbeda, en su 36ª edición, ofrecía un concierto con uno de los mejores guitarristas del panorama actual, el riojano Pablo Sainz-Villegas, con un recital que era un viaje, un cruce de culturas, como la ciudad de este festival, con sonoridades que despegaban del arraigo de la guitarra española para atravesar océanos y continentes, desde el Brasil de Villalobos hasta la Anatolia imaginada de Domeniconi, pasando por Bach y Albéniz, entre otros.
El auditorio situado en el antiguo Hospital de Santiago de la ciudad ubetense es sin duda evocativo, pero en él, un instrumento delicado como la guitarra requiere una ligera amplificación para captar todos los matices. Aunque siempre se querría prescindir de este elemento, hay que reconocer que realzó en todo momento las cualidades del intérprete sin hacer perder ese magnetismo que Sainz-Villegas desprende en sus conciertos. Desde las frases iniciales de los preludios de Villalobos, emergió la pulcritud en la digitación así como el lirismo en un fraseo que apuntaba a crear resonancias de amplio respiro demostrando el extenso registro que el instrumento puede tener. Las sutiles filigranas polifónicas del autor brasileño se plasmaron sin dejar de lado el sentido eminentemente melódico de las piezas y preludiaron la Chacona en re menor de Bach en una transcripción del propio Sainz-Villegas. Rigurosamente estructurado, más sobrio y meditativo que la versión original para el violín, este monumento del repertorio bachiano se articuló como un sublime desarrollo de las voces y los motivos en su planteamiento contrapuntístico, pero sin perder un ápice del refinamiento tímbrico de la guitarra, de su gusto por las sonoridades suspendidas y lo enigmático de los ecos entre sus frases. Justamente lo que habría que tener en cuenta cuando se trascribe una pieza es como puede ser realzada en el instrumento de destino más allá del texto en sí, algo que Sainz-Villegas alcanzó de manera inmejorable en su doble faceta de arreglista y ejecutante.
Tras el descanso, no podía faltar Asturias de Albéniz que el guitarrista riojano hace propia con la ponderación y la intimidad de los maestros, sin apresurarse pero sin timidez, con una cohesión admirable pero sabiendo encontrar la inflexión que rompe el círculo hipnótico en favor de un impulso lírico, un hallazgo, un paso más hacia el asombro. En las sendas de la evocación, Sainz-Villegas ofreció Aire de Francisco Coll, revisitación contemporánea de la canción sefardí “Yo me enamoré de un aire”, para luego pasar a la encantadora melancolía de Un sueño en la floresta de Barrios Mangoré, mostrando ese increíble dominio en la independencia de las voces con un acompañamiento que imita el toque de una mandolina y al mismo tiempo una línea de canto nítida y robusta. La suite Koyunbaba coronó el clímax del recital, conjugando la riqueza de efectos, la exigencia técnica y al mismo tiempo ese gusto delicado por melodías de toque exótico y arcaico.
El recital empero no acabó con esta obra en programa sino que Sainz-Villegas nos deleitó con dos bises de Tárrega, la Gran jota de concierto donde brilló con su carácter festivo y lleno de invenciones y Recuerdos de la Alhambra, entrañable sello de un concierto de esos que te dejan la convicción de haber escuchado a un intérprete en estado de gracia, que no escatima en recursos y empatía, que rehúye, a pesar de la intensa actividad concertística, toda rutina y es capaz de abandonarse a la música que envuelve el ambiente y al cariño del público que lo celebró en pie al finalizar la velada.