A pesar de los rigores de la pandemia, la temporada de la Sociedad Filarmónica Lucense ha conseguido reunir exitosamente en la Sala de columnas del Círculo de las Artes a las dos orquestas profesionales gallegas. Si hace semanas reseñábamos la visita de la Sinfónica de Galicia, era en esta ocasión la compostelana Real Filharmonía de Galicia la que visitaba la ciudad amurallada. Así describió a Lugo en su cariñoso mensaje de presentación su director asociado, Maximino Zumalave, personalidad ligada a la orquesta desde prácticamente su creación.

Zumalave diseñó un atractivo programa de música francesa constituido por dos piezas de Gabriel Fauré y dos de su discípulo Maurice Ravel, en ambos casos piezas ubicadas en los siglos XIX y XX. Las dos piezas más tempranas, las célebres Pavanas de ambos compositores; las dos más tardías, suites de piezas escritas en el fragor de la primera guerra mundial -Le tombeau de Couperin y Masques et bergamasques- aunque apenas delaten este hecho.

Aunque la plantilla no era especialmente nutrida, dado el necesario mínimo distanciamiento, el escenario del Círculo de las Artes resultaba más que insuficiente, ubicándose toda la sección de cuerda y el timbal en la platea. Esto redujo el aforo al límite, y aunque permitió un infrecuente acercamiento entre público e intérpretes, no es acústicamente la situación ideal para un disfrute de la música. Aunque se trataban de obras con escasos exabruptos dinámicos y el propio Zumalave se mostró siempre comedido en las dinámicas, el sonido se saturó en no pocas ocasiones. Como no hay mal que por bien no venga, no dejó de ser un aliciente el seguir de cerca, casi como un músico más, el contacto físico y visual entre el director. Aunque todo hay que decirlo, la interacción visual de los músicos de la orquesta hacia su director brilló por su ausencia; quiero pensar que esto fue un reflejo de la altísima compenetración que hay entre ellos tras tantos años de trabajo mutua. Técnicamente, la dirección de Zumalave me resultó muy lúcida. Siempre de memoria, sin la atadura de la partitura, y con un gesto contenido pero preciso, Zumalave marcó con gran precisión y claridad el tiempo y el carácter de la interpretación, dando continuas y oportunas entradas a las secciones claves en cada pasaje.

La Tombeau de Couperin, que abrió el concierto, resultó amable y hasta por momentos desenfadada. El Preludio fue abordado por la orquesta con gran virtuosismo, aunque a un tiempo menos vivo de lo habituar. Es de destacar la estupenda intervención del oboe solista, Esther Viudez, quien exhibió un seductor fraseo. Zumalave confirió a la Forlane y al Menuet un agradable carácter evocador y atemporal, pero toda la energía acumulada se desató en un vivaz Rigaudon, aunque no podemos obviar su breve paréntesis pastoral en el que una vez más la inspirada oboe y las maderas en su conjunto, acompañadas por armoniosos pizzicatti, dieron vida a un estimulante remanso de paz.

Interpretadas casi sin solución de continuidad, las Pavanas de Ravel y Fauré prolongaron esta sensación, si bien el arranque de la primera se vio deslucido por varios deslices. Pero estos no deberían ensombrecer una sentida interpretación en la que destacaría a la cuerda grave por la nostálgica voluptuosidad que transmitió en sus decisivas intervenciones. En la Pavana de Fauré el protagonismo correspondió casi de principio a fin al solista de flauta, Laurent Blaiteau, quien exhibió, como es habitual en él, un sonido hermoso y sutil, tan apropiado para este repertorio. Zumalave contrastó con acierto la dramática sección central. Finalmente, con Masques et Bergamasques nos adentramos en el repertorio orquestal más infrecuente de Fauré. Las cuatro piezas que conforman la Suite fueron auténticas delicatessen. Una chispeante obertura, en la que destacó el cantábile tema de las cuerdas; un camerístico Minueto y una Gavota un tanto brusca, dieron paso a la Pastoral que puso un hermosísimo punto final al concierto.

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