Dicen que no hay mal que por bien no venga, y nadie le desea ningún mal a Rudolph Buchbinder, más bien lo contrario, le deseamos una rápida y total recuperación de la dolencia por la que no ha podido acudir a su cita con la Fundación Scherzo. Y es que su cancelación nos ha permitido, a muchos, conocer de primera mano a la joven portento rusa, Alexandra Dovgan, que con diecisiete años no tiene reparos en afrontar un programa tremendo al que temerían los y las pianistas más solventes del panorama actual.
A simple vista se podría haber puesto un pero al simple hecho de que una persona tan joven afrontarse una de las sonatas más tardías de Beethoven, esto es, la opus 110, arguyendo que para interpretar esta sonata se requiere madurez y experiencia. Pero no. Resulta que Dovgan es una pianista profesional, experimentada y resolutiva, y una artista con una madurez musical y una capacidad para profundizar en la partitura (da igual cuál sea) que muchos podrían envidiar. Tal vez una de sus virtudes sea, además de la solvencia en el estudio, la capacidad para traducir en todo momento las indicaciones establecidas por el compositor, condición irremediable para sacarle el máximo partido a cualquier partitura de Beethoven.
Así logramos presenciar una combinación magistral de las características de la composición junto a la indiscutible personalidad de una pianista que logró emocionar y captar la atención con un ritmo impecable, un pedal envidiable y un fraseo absolutamente declamatorio. Esta última cualidad sobresalió con claridad en la sinuosa y laberíntica Sonata en sol menor, op. 22 de Schumann con la que continuó el recital, y en cuya interpretación descubrimos nuevos matices y fraseos ocultos que Schumann se inventa y que no todo el mundo es capaz de destacar entre la maraña de notas frenéticas con que las oculta. Alexandra Dovgan, sí.
Tal vez ninguna obra con piano de César Franck haya alcanzado las cimas de su Sonata para violín, por más que sean brillantes, interesantes y agradables de escuchar. Huelga decir que este Preludio, coral y fuga no le ocasionó ningún problema técnico a la pianista rusa, y que gran parte del mérito de la aceptación de esta obra en este recital particular, se debió a la intensidad de su enfoque dramático y, sobre todo, a su capacidad para unificar la estructura de una obra de forma compleja. Destacamos en la fuga una capacidad brillante para enunciar todas las líneas con claridad y eficacia individual, una destreza que ya habíamos percibido en la fuga de la sonata de Beethoven.
A continuación llegó el momento, tal vez, más esperado, pues el prejuicio le hace a uno pensar que la pianista, por ser rusa, va a estar especialmente conectada con la música de Prokofiev. Sea cual sea la razón, el caso es que esta frenética sonata, planteada eficazmente como final de recital, nos pareció lo más interesante a nivel de personalidad, capacidad rítmica y desparpajo emocional, que por estas páginas abundan muchos estados de ánimo contrastantes. Y de pronto, cuando ya no se podía imaginar que la cosa iba a mejorar, nos ofreció como propina una magnífica e inolvidable interpretación del Andante spianato de Chopin, en el que volvió a dejar de manifiesto (tal vez con mayor claridad y aplomo) sus capacidades para variar la intensidad y el color del sonido de acuerdo a las exigencias emocionales de la partitura, y para proyectar un ritmo alegre, frenético y explosivo que le es propio a la brillante polonesa con que culmina la pieza.
Poco más se puede decir sobre un concierto que, no olvidemos, no estaba programado y que ha resuelto Alexandra Dovgan con una solvencia y una personalidad silenciosamente arrolladora, respondiendo de esta forma a una llamada de última hora. Sin duda, una pianista que bien podría formar parte por sí misma de uno de esos ciclos de grandes intérpretes y que, mientras siga viniendo a Madrid, seguiremos aplaudiendo.