No arriesgaba mucho la London Philharmonic Orchestra presentándose en Ibermúsica, un ciclo en el que es especialmente apreciada y en el que ha sido una imprescindible de las últimas décadas —salvando el periodo de pandemia—, con un repertorio típicamente inglés que deberían tener más que asumido. Por un lado, la Séptima sinfonía de Dvořák, una obra encargada por la Philharmonic Society de Londres y estrenada en 1885 por el propio compositor en la sede de la fundación, el hoy desaparecido St Jame’s Hall, entre Regent Street y Picadilly. La segunda parte de la velada la conformaban las Variaciones engima de Edward Elgar, una de las obras más conocidas del compositor inglés cuya novena variación, Nimrod, se ha convertido en todo un himno para los británicos.

Ante un repertorio tan suculento, uno no puede sino entregarse en cuerpo y alma a los placeres que provoca un programa decimonónico irremediablemente en el espectador. Pero, ¡ay! Interpretar piezas tan conocidas tiene sus riesgos, y es que no se permite el menor fallo. Los experimentos, en estos casos, pueden resultar sumamente arriesgados.

Edward Gardner al frente de la London Philharmonic Orchestra en el Auditorio Nacional
© Rafa Martín | Ibermúsica

Exactamente esto fue lo que le ocurrió a un Edward Gardner que no supo controlar bien a su orquesta. La falta de equilibrio entre las diferentes secciones se pudo apreciar durante toda la sinfonía. No entiendo de qué sirve comprar el billete de avión para nada menos que ocho contrabajos y diez violonchelos si luego se les va a exigir tocar siempre por debajo del mezzoforte, provocando así una notable falta de sostén armónico, un apoyo muy necesario para construir de manera adecuada el sonido de los tutti. Por el contrario, no se templó a los metales, que irrumpieron con los fortissimos que demanda la obra, sí, pero mostrando un sonido abierto, especialmente en la sección de trompas que erradicó cualquier ápice de elegancia en los tutti. Gardner intentó experimentar con una versión algo más rápida y más rítmica del elegante baile del Scherzo. No criticaríamos abiertamente la osadía si no fuera porque no supo mantener hasta el final este carácter novedoso, dejándose arrollar por la voluntad de una orquesta con la que no supo lidiar. Y es que tiene que ser el torero el que guíe al toro, y no viceversa.

En general, no pude escuchar una Sinfonía núm. 7 a la altura de lo que se espera de una orquesta de gran reputación como es la London Philharmonic Orchestra. Las cuerdas no estuvieron todo lo precisas que deberían, pasando de puntillas por los numerosos acentos, sforzati y cambios de dinámica. Se pudieron salvar, eso sí, las partes solistas, especialmente gracias a la musicalidad y buen hacer que demostró la flautista principal Juliette Bausor, una auténtica fuera de serie. Las trompas también supieron emitir un timbre bonito en los piano, mientras que el timbal, potente y preciso, permitió mantener el ritmo para que esta endeble estructura no se viniera abajo con todo el equipo.

Después de esta primera parte venida a menos, las Variaciones Enigma debían ser aún más espectaculares si Gardner no quería hacer de su estreno con la London Philharmonic Orchestra un completo fracaso.

Edward Gardner
© Rafa Martín | Ibermúsica

Titubeó en el comienzo. Se decantó por una presentación del tema clásica, austera se podría decir. En las dos primeras variaciones la orquesta sonó emborronada, inconexa. Todo cambiaría, por suerte, en la cuarta variación. Aquí sí, empezamos a escuchar un sonido de orquesta y no un conjunto de secciones. Tanto este movimiento como el Troyte fueron eléctricos, precisos, potentes. Se empezaba a cargar de tensión el auditorio con una dirección clara: llegar al Nimrod. Bravo por Gardner por crear esta suerte de gran fraseo con una obra que un director novel pudiera estar tentado de seccionar. No fue el caso de Gardner, no con Elgar. Durante ocho variaciones acumuló una tensión que se desató al comenzar esa armonía que detiene el tiempo en la novena variación y, mientras sumerge al oyente en una suerte de limbo temporal, va fraguando un tutti que hace despertar al público en un mar de emoción y romanticismo sobre el que, esta vez sí, Gardner demostró tener todo el control.

¡Se había logrado la redención! El resto de movimientos fue excelente, los graves por fin sonaron con presencia en la duodécima variación con un emocional violonchelo solista, la ejecución de las dinámicas fue absolutamente precisa en la Romanza y el Finale estuvo marcato y con unas maderas compactas y con un buen sonido de sección.

¡Ah! ¡Qué oportuno resultó que Edward Elgar hubiera nacido inglés!

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