Del Viejo al Nuevo Mundo y de norte a sur, vivimos un viaje de ida y vuelta por las sonoridades barrocas, lejanas, pero cómplices, de Piazzolla y Bach para llegar a la desencantada tristeza de Barber y a la elegancia de Tchaikovsky. La Munich Chamber Orchestra, con el joven Eric Silberger como solista, ofreció un recorrido variado y ameno que intentó conjugar diversas tradiciones y lenguajes, recrear atmósferas y mostrar todas las dotes interpretativas de una formación de renombre caracterizada, justamente, por su ductilidad y pluralidad de repertorio.

La tarde se abrió con el Concierto para violín y cuerda, BWV1041 de Bach: a partir del Allegro inicial pudimos notar que, a pesar de unos tiempos correctos y un diálogo bien engranado, la sonoridad del violín solista no se insertaba bien con el conjunto, produciendo una sensación de mezcolanza mecánica e innatural, que no permitió ahondar demasiado en los contrastes contrapuntísticos, limitándose a enfatizar más los efectos sorpresivos de las dinámicas. En el segundo movimiento, hubo menos rigidez, aunque no se alcanzó una expresividad muy pregnante, sobre todo por la dificultad de complementar bien las sonoridades. Además, Silberger, no obstante poseer una técnica muy sólida (que demostró por cierto en el primer Capriccio de Paganini como propina), se excede en el vibrato, sin atender a otras dimensiones de la pieza. El tercer movimiento fue el mejor logrado, ya que se corrigieron algunas de las cuestiones precedentes, si bien no llegó a ser memorable.

Siguió el que estaba anunciado como el plato fuerte de la tarde, a saber, las Cuatro estaciones porteñas de Astor Piazzolla. La partitura original es para bandoneón, violín, piano, guitarra eléctrica y contrabajo y de estas piezas, que no se concibieron conjuntamente, existen múltiples arreglos que más o menos se alejan del original. Los cuatro movimientos de esta versión retoman el canon vivaldiano y dan un papel prominente al violín. Si bien Silberger pareció más cómodo que en la primera parte, dando fe de su carácter virtuoso, faltó el color evocativo de las calles de Buenos Aires con su inconfundible bandoneón y el arrebato desesperado de ese ritmo partido y suburbial que identifica el tango. Es cierto que la música de Piazzolla no es música ligera que se pueda ejecutar aproximativamente, pero por otro lado, un exceso de control y fijación la lleva a un mero catálogo de efectos, a un cuerpo pirotécnico sin alma.

Tras el descanso, volvió la formación muniquesa, ahora con su director, Daniel Giglberger como concertino. Con Barber, se recuperó una sonoridad homogénea, con atención a los matices y una elasticidad en el fraseo que permitió estructurar bien este Adagio. Sin embargo, llegando al punto culminante la pieza presenta un silencio largo, que dio pie a la confusión y a un fragoroso aplauso que interrumpió (de forma definitiva, después de las intentonas de las toses y los móviles) la pieza en su punto más álgido, rompiendo el encanto y ensimismamiento de la misma.

Finalmente, asistimos a lo mejor de la noche con la Serenata para cuerda, Op.48 de Tchaikovsky, donde el nivel que ya apareció en el Adagio de Barber se consolidó y mejoró aun, transportándonos a esa dimensión de encanto que el compositor ruso sabe tan bien recrear. Es una de esas páginas donde la ligereza y la riqueza del discurso armónico y melódico se equilibran a la perfección, sin caer en el exceso tardoromántico. De hecho, el modelo de Tchaikovsky para esta Serenata era la sinfonía clásica, eso sí, con sus toques personales también en la forma, como el célebre segundo movimiento en forma de vals. La formación alemana mostró vigor y gracia, dibujando con trazo ágil un entrañable paisaje que convenció por su maestría y detalle.

En suma, fue un concierto que fue de menos a más, y por ello bastante desigual. La participación de Silberger no terminó de encajar en las pautas de la formación camerística y dio lugar a una primera parte algo decepcionante, sobre todo en relación a la expresividad y profundidad, dejando la sensación de una ejecución rutinaria. La segunda parte, sin embargo, fue mucho mejor, proponiendo un discurso mucho más trabajado y personal, dando prueba de su fama y dejándonos con las ganas de volver a escucharles.

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