Una vez más se demuestra que no siempre es necesaria una orquesta de gran prestigio internacional para proponer un concierto de gran calado. Se requieren músicos de calidad bien dirigidos y la ORCAM cuenta con ellos, a juzgar ya no solo por este concierto ofrecido en el Auditorio Nacional, sino por su trayectoria palpable en los casi cuarenta años que han transcurrido desde su creación. Además no se trata de una orquesta que se regodea en su propio repertorio, sino que se enfrenta constantemente a obras que no ha interpretado nunca, como se constata fácilmente observando la programación de su ciclo sinfónico-coral para este curso.

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Jacek Kaspszyk
© Maciej Zienkiewicz

En esta ocasión tocaba interpretar por primera vez la Ciaconna, en memoria de Juan Pablo II, de Penderecki; una pieza que pertenece al Réquiem polaco. Aun cuando el Réquiem está compuesto de manera intermitente siguiendo diversos acontecimientos de la historia polaca, siempre hay que cuidar que la interpretación de un movimiento aislado resulte completa e independiente. Lejos de acometer la tarea como un elemento introductorio para piezas de mayor relieve, se le percibió a la orquesta una comunión profunda y respetuosa con la Ciaconna, a través del cuidadoso fraseo y del equilibrio sonoro manifestado por las cuerdas que, en este caso, fueron las secciones más comprometidas.

Tras la Ciaconna le llegó el turno a una de las obras más inquietantes e interesantes para el violín del siglo XX, el segundo concierto para este instrumento compuesto por Prokofiev. Llevó el rumbo de la interpretación la magistral violinista alemana Carolin Widmann, que combinó a la perfección una maestría técnica indiscutible con la profundidad emocional que contiene la partitura, especialmente en los dos primeros movimientos. Comenzó sin apoyo orquestal, enunciando el tema principal con una gran habilidad declamatoria fundada en el ritmo de cada elemento estructural, con una acentuación expresiva en cada nota larga y con un vibrato y una proyección sonora resolutiva. Posteriormente se acomodó hábilmente la orquesta al carácter que la solista había establecido y, sobre todo, al ritmo trepidante que exige Prokofiev en el Allegro ben marcato, castañuelas incluidas.

Con otro réquiem se completó el concierto, pero esta vez con uno menos desbordante, el Requiem de Fauré, del que nos cuentan en el programa que fue compuesto por mero placer. Ya lo percibimos desde que las cuerdas dieron inicio al Introito y el coro completo entonó calurosamente el Requiem aeternam, construyendo un edificio expresivo con cautela, aumentando progresivamente la intensidad. Marta Mathéu nos sobrecogió con su impactante ovación en el Pie Jesu, guiada delicadamente por el órgano, y seguida magistralmente por los comentarios de las cuerdas. Se lució la formación completa en el momento álgido de la tarde, el Agnus Dei, con un coro sublime que sumió a todos en una atmósfera de serenidad y paz; tras ello aún nos quedó aliento para disfrutar del enfoque dramático producido por las progresiones armónicas distribuidas en el Libera me, que Javier Franco entonó magistralmente.

Concluyó así este concierto sinfónico-coral de la ORCAM, con una calurosa acogida y muchos bravos, como reconocimiento al director Jacek Kasprzky y a una formación que supo transmitir la esencia de esta obra maestra dejando una huella indeleble en la memoria de quienes tuvimos el privilegio de escucharla.

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