Si atendemos a la supuesta génesis de las Variaciones Goldberg, una obra que el homónimo alumno de Bach debía tocar para conciliar el sueño del diplomático Herman Karl von Keyserling, deberíamos pensar que, en caso de lograr su objetivo, von Keyserling debía tener una sensibilidad musical nula. Seguramente este origen es legendario, por no decir anecdótico, pero no le resta una singularidad eminente a este conjunto de piezas que no varían ya el tema principal sino la línea del bajo.
Benjamin Alard se toma la música de Bach muy en serio, al punto de haber decidido grabar la integral de la obra para teclado del compositor alemán, utilizando todos los instrumentos que Bach conocía, como el órgano, el clavicordio o como en esta ocasión el clavicémbalo. Alard no ha grabado aún esta obra, pero la hace suya con un nivel de interiorización muy profundo, tocando de memoria, con una concentración que no decayó en los casi ochenta minutos que duró la interpretación.

En la forma que Alard se enfrenta a la obra, hay un estilo severo, riguroso, pero que no pierde de vista la riqueza del material, su gusto por la diversidad y por una cierta diversión que recorre el arte de la variación. El arte de Bach es el arte de la obsesión, por darle mil vueltas a un motivo, por agotar las posibilidades de un puñado de notas. Y el arte de Alard es el arte de la inmersión. Adentrarse en la escritura, sumergirse –y sumergir con él al público–, hacer que en cada variación resuene la anterior. Por ello, la ejecución fue tomando cuerpo según avanzaba con la necesaria parsimonia que dicho despliegue requiere. Diría que Alard se tomó su tiempo antes de entregarse completamente, quitando incluso un poco de hierro al aria y a las variaciones iniciales. Esto no resta que, desde el comienzo, el buen hacer de este refinado músico quedara plasmado en un estilo elegante en la ornamentación, muy limpio en el fraseo (sin que alguna nota en falso empañara el resultado global) y magistral en la manera de articular las voces, que al fin y al cabo es la manera a través de la cual se puede salvar la peculiaridad sonora del clavicémbalo. Este instrumento mantiene un cierto toque arcaico; sin embargo, es más bien plano especialmente en lo que se refiere a las dinámicas. Alard hizo un concienzudo uso de los registros del instrumento alternando sonoridades más majestuosas y atmosferas más líricas o incluso rozando una línea casi aséptica, imitando a un clavicordio como en la Variación XXV, durante la cual cada nota fue capaz de acumular la tensión de toda la estructura en un sonido esencial, casi tocado para sí mismo.
Difícil elegir, entre el abanico de piezas, las más sobresalientes, siendo algo que iría en el gusto personal en relación con la obra. Nos permitimos resaltar los méritos del intérprete en aquellas variaciones más descarnadas, donde la labor estructural se hace más evidente, sin desvalorar empero su capacidad de crear chispeantes destellos en los momentos más animados. En efecto, son necesarias muchas facetas para mostrar la verdad de este universo bachiano y Alard las recorrió sin la necesidad de alterar su gesto o su semblante, haciendo parecer fácil lo que no lo es en absoluto.
En suma, la forma en la que escuchamos ayer las Variaciones Goldberg se perfila como una de las tantas posibilidades de dar vida a esta obra, dado que Alard está lejos de querer poner un precedente absoluto, pero al mismo tiempo apunta a una lectura antológica en su concepción, por su extrema coherencia y su capacidad de plasmar un todo a partir de las partes.