Como tantas otras delicias, La bohème retorna a casa por Navidad. El Teatro Real nos trae una producción para todos los públicos, acompañada de un excelente reparto: unos cantantes de primera línea que construyen un plantel sin mácula. Es una propuesta accesible, muy adecuada para quienes están aprendiendo a amar la lírica. Otros muchos finalizarán la función con la grata sensación de haber pasado un buen rato, pero se sentirán lejos de la conmoción artística que algunos consideramos imprescindible para las tablas de un gran teatro de ópera.

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Ermonela Jaho (Mimì) y Michael Fabiano (Rodolfo)
© Javier del Real | Teatro Real

La puesta en escena de Richard Jones, proveniente de la Royal Opera House de Londres, aporta poco al desarrollo de libreto y, en numerosos momentos, resta credibilidad y potencia a la historia. En resumen, la frialdad domina la acción, algo que casa difícilmente con la calidez de los sentimientos de sus protagonistas. Y no me estoy refiriendo aquí a la nieve, adecuadamente omnipresente en los cuatro actos, sino al desarrollo de los elementos escenográficos. La buhardilla parisina carece de todo encanto, se conforma como un espacio geométrico impecablemente terminado, un triunfo del cartabón y la escuadra, como un logro de bricolaje de primera categoría. Inhóspito. Un espacio refractario a los sentimientos que en él se despliegan. La cabaña móvil del tercer acto resulta insignificante y su dinámica distrae la del clímax emocional del momento. Más acertada es la construcción del París latino, ingeniosamente articulada mediante elementos modulares que multiplican la sensación de espacio y de bullicio. En definitiva, nada molesta demasiado en esta propuesta, pero nada enamora tampoco. Una sentencia preocupante para cualquier creación artística.

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Ruth Iniesta (Musetta), Lucas Meachem (Marcello), Joan Martín-Royo (Schaunard), Michael Fabiano
© Javier del Real | Teatro Real

Y aunque el protocolo imponga que se comience a hablar de la prima donna, debemos en justicia ceder la prioridad a la sorpresa de la velada: la Musetta de Ruth Iniesta. Es una robaescenas, en el mejor sentido de la palabra. Su aparición en el café, fantaseo que intoxicada de absenta, es una lección de actuación, humor y credibilidad –simpática sin caer nunca en lo grotesco ni el esperpento. Su disputa con Marcello confirma la solidez de su instrumento y esa rara cualidad que tienen algunas artistas para hacer identidad de sus vertientes dramática y vocal.

Una amalgama que también es seña de identidad de la protagonista, Ermonela Jaho. La soprano albanesa ha declarado en multitud de ocasiones que, para ella, el drama es el núcleo de su actuación. Y lo demostró con unos grandes últimos actos, trágicos, tiernos y conmovedores, apoyados en un estremecedor e inteligentísimo uso de filados y otras dinámicas vocales exquisitamente proyectadas. Se quedó algo corta sin embargo en la escena inicial, de carácter más luminoso y extrovertido, en la que pareció guardar todas las fuerzas para las dos notas en forte más lúcidas. Su Mimì, con muchas virtudes, no alcanza el alud de expresividad de su Violetta o su Butterfly. Fabiano, construyó un Rodolfo elegante y atractivo. El agudo emitido con pasmosa facilidad es impecable y adictivo. Y la química vocal –además de la corporal– con Jaho, eleva el nivel de la narrativa trágica.

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Michael Fabiano (Rodolfo), Ermonela Jaho (Mimì)
© Javier del Real | Teatro Real

En el foso, Nicola Luisotti ofreció una lectura competente pero vacía de matices. Puccini ofrece numerosas oportunidades de expresar sentimentalismo a través de las densidades de su orquestación, algo que el maestro sí supo aprovechar adecuadamente. Esto puede ser suficiente para los que quieran entregarse a la lágrima fácil, pero en su música hay mucho más, debe haberlo. Los detalles tímbricos y el cuidado a los motivos que vertebran la complejidad de la partitura pasaron a un segundo plano, contribuyendo a certificar que, en esta ocasión, pasar un buen rato prenavideño puede resultar intranscendente. 

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