Atrevida, como poco, la propuesta de Stefan Herheim para esta Cenerentola de Rossini que sirve de pistoletazo de salida a nada menos que la centésima temporada que ofrece al público madrileño nuestro Teatro Real. Toda una bacanal, una oda a lo absurdo y a lo exagerado que en buena medida se puede encuadrar dentro de los valores dionisíacos que ya desde la tragedia griega vienen dándose en el teatro musical.
Se pudieron apreciar varios guiños –a propósito o no– en la producción de Herheim a los antiguos griegos. Comenzando, por ejemplo, por la humanización de la divinidad, ya sea esta el Dios cristiano, Júpiter Capitolino arrojando sus rayos o el divino Rossini en las carnes de Don Magnifico, una provocación completamente válida en una comedia de estos tintes. También nos recuerda a los griegos el movimiento escénico del coro al ritmo de la música a imagen del ditirambo que da origen a la tragedia clásica. La entrada del coro masculino durante la introducción del primer acto fue, en ese aspecto, brillante. No hubo un momento que no fuera digno de fotografiar mientras estuviese el coro sobre el escenario. La belleza como predominante a la razón, lo dionisíaco dominando a lo apolíneo: ese fue el leitmotiv de Herheim. De ahí que, en ocasiones, la propuesta del sueco pudiera resultar un tanto caótica o confusa. Poco importaba una historia no muy interesante y que, en mayor o menor medida, todos conocemos.
Por cierto, este final del primer acto fue uno de los mejores momentos de Renato Girolami, quien encajó perfectamente en el papel de un polifacético Don Magnifico. No obstante, estuvo mejor como actor que como cantante. En este último aspecto le faltó mayor rapidez en la pronunciación, algo que le hizo sufrir en escenas como la cavatina "Miei rampolli femminili". Estuvo algo mejor en las escenas de conjunto, como el dúo "Un segreto d’importanza" que interpretó junto con Florian Sempey. Este último, en el papel de Dandini, se supo manejar mejor con los trabalenguas rossinianos. Tanto en el dúo con Girolami como en el "Zitto, zitto" que resultó sumamente divertido y supo encajar muy bien con la voz del tenor Dmitry Korchak. También destacó por su fluidez y sus cambios de registro en su cavatina "Come un'ape" al comienzo del primer acto. Un momento, por cierto, muy llamativo desde el punto de vista del movimiento escénico.
Korchak, como príncipe de Salerno hizo un buen papel, especialmente en la segunda parte, en la que pudo lucir un más que adecuado timbre para interpretar a Rossini y una apabullante facilidad para atacar el agudo que hizo las delicias del público en el "Sì, ritrovarla io giuro". Le faltó una mayor claridad y pericia en los numerosos adornos de esta aria para alcanzar la perfección. Termino con el reparto masculino mencionando la sorpresa de la noche: un Alidoro interpretado por Roberto Tagliavini que consiguió cosechar el elogio del auditorio gracias a la que quizás sea una de las mejores versiones de Là del ciel nell’arcano profundo que jamás haya escuchado. El bajo italiano mostró una voz con mucho cuerpo y muy bien proyectada que unida a un excelente fiato y a un gran sentido de la musicalidad asombró al público tanto novel como experto.
Las hermanastras Clorinda y Tisbe –Rocío Pérez y Carol García, respectivamente– funcionaron muy bien como dúo, sabiendo interpretar sus partes con gran precisión y un italiano impecable. Karine Deshayes supo demostrar naturalidad en las melodías más dulces como "Una volta c’era un re" y también hacernos vibrar con alardes de virtuosismo en los ornamentos de las partes finales del segundo acto. Erigiéndose de este modo como una mezzosoprano versátil y más que adecuada también para Rossini, aparte de para la ópera barroca que tantos éxitos le ha cosechado.
En definitiva, un espectáculo muy centrado en la belleza, más allá de la razón, rompiendo cuartas paredes y cualquier tipo de formalismo. Toda una bacanal, un festín tanto para el oído como para la vista con el que más de uno acabaría embriagado.