Representar Butterfly hoy en día es un reto de dimensiones considerables. Vista desde la perspectiva actual, el libreto roza lo infame, no tanto por reflejar una realidad de abuso de género colonialista (por no mencionar la pederastia), sino por hacerlo de una manera acaramelada y romántica. Desde ahí, se agradece una revisión crítica que muestre, sencillamente, lo que el libreto contiene con toda su crudeza. El director de escena, Damiano Michieletto, intenta en esta producción emprender este camino, pero se queda perdido en algún lugar superficial entre la literalidad y el atrevimiento, porque para proponer la revisión crítica de un anacronismo no basta con envolverlo de insignias contemporáneas si falta intensidad dramática.
Michieletto se inspira claramente en el trabajo de Calixto Bieito, pero lo hace desde un punto de vista puramente estético, en la forma y no en el fondo. Ya la escena inicial contiene elementos icónicos que hemos visto tantas veces en producciones del español: el coche desvencijado, la urna habitación y las coreografías de trabajadoras sexuales, por nombrar tan solo algunas. Trasladar la acción del habitual tatami idealizado a un despiadado mercado de mujeres tiene hoy todo el sentido, si se cuenta una historia adecuadamente. Esto es lo que no funciona en la producción: la narrativa ni provoca la reflexión ni impacta al estómago, y sí crea una distancia emocional con los personajes, imperdonable para una obra cimentada, sobre todo, en la emotividad y el desgarro. Tampoco logra conectar con la expresión emocional de la música en los momentos climáticos. Una buena idea queda, desgraciadamente, reducida a un ejercicio de feísmo.
A la protagonista, Saioa Hernández, no le ayuda nada la espantosa camiseta de Hello Kitty ni otros aderezos con los que tiene que afrontar su registro emocional, pero si no construye una Cio-Cio-San plenamente convincente, es por otros motivos más profundos. El papel requiere de una soprano lírico-spinto, y Hernández se siente más cómoda en el territorio dramático. En los instantes más líricos pareciera una Turandot contenida. En los instantes más explosivos, sin embargo, como en el encuentro con su hijo y el desenlace, su poderosísimo instrumento se exhibe imponente.
El resto del elenco tiene calidad y altura. Matthew Polenzani hace un Pinkerton bien articulado a través de una vocalidad versátil y de una buena presencia escénica (adecuada en este caso su "power tie" de reminiscencias trumpianas). Quizá de manera intencionada, su timbre no aparece del todo bello; hay una sombra de estridencia que le funciona bien a ese personaje que debe, por fuerza, resultarnos antipático. Silvia Beltrami nos presenta a una Suzuki poco refinada pero con una vocalidad natural y honesta, y con un empuje en su emisión que empasta bien con el poderío de Hernández. Lucas Meachem le saca muy buen partido al agradecido papel de Sharpless. Curiosamente, lejos de aparecer como un testigo de lo inevitable en esta historia, construye en sus lamentos reflexivos un personaje con una mayor involucración dramática del elenco. Breve pero impecable y memorable fue la actuación del argentino Fernando Radó como El tío Bonzo. En el foso, Luisotti ofreció una lectura envolvente y resultona, al estilo de banda sonora, sin demasiados matices orquestales, pero capaz de elevar una carga dramática que no acababa de florecer sobre el escenario.
Los habituales abucheos en las noches de estreno del Real a cualquier propuesta que no sea absolutamente clásica no se vieron en esta ocasión compensados por ningún bravo del sector progresista. Es difícil la defensa de una producción que falla en lo esencial: contar una historia que nos interpele en lo emocional o, como mal menor, al menos en lo intelectual.