Después de pasar con notable éxito por el Lincoln Center de Nueva York hace ya once años, por fin hemos podido disfrutar de una versión escénica de la “ópera” Las horas vacías de Ricardo Llorca en España. Esta pieza que se enmarca dentro del minimalismo con notas de polifonía coral e incluso bajos barrocos tiene ya un largo recorrido y, aunque menos ambiciosa que obras más recientes del compositor alicantino como la recientemente estrenada Tres sombreros de copa –cuyo montaje escénico, por cierto, corrió a cargo del mismo José Luis Arellano que en esta ocasión pone sobre el escenario Las horas vacías–, cuenta sobre todo con una música de una calidad excepcional que pone una vez más de relieve la calidad de este compositor y maestro que, desde su estilo de aires neoyorquinos –donde actualmente enseña– mira al pasado de una España que siempre está muy presente en su obra.
Las horas vacías llega a los escenarios españoles en el momento más oportuno, justo después de una pandemia que, por desgracia, ha elevado a un punto de importancia suma la temática del libreto: la soledad en un mundo más conectado que nunca. No obstante, el texto no queda a la altura de la problemática que trata de abordar. El libreto resulta bastante confuso, no llega a enganchar, pues no presenta una historia atractiva, con lo que resulta demasiado fácil desconcentrarse y perder el hilo en una historia a la que es complicado reengancharse. Por otra parte, el montaje escénico de José Luis Arellano sí es atractivo y funciona bien con la obra. No hay mucho que comentar, pues es bastante minimalista, pero pequeños detalles como que el coro esté siempre en penumbra o una habitación completamente diáfana con una iluminación que recuerda al Nighthawks de Edward Hopper ayudan a crear esa sensación de soledad y nocturnidad en la que se desarrolla la ópera. La música funciona muy bien sin necesidad del argumento, lo que explica el éxito que ha tenido esta obra a pesar de haberse representado en varias ocasiones en formato de concierto.
Ya solo el comienzo es maravilloso, déjenme que les narre como el piano engendra unos primeros sonidos que enseguida toma la orquesta. Poco a poco se van sumando instrumentos, uno tras otro hasta que entra el coro con un tema que no pasa desapercibido para los amantes de la música antigua. Ricardo Llorca nos presenta una versión muy suya pero reconocible de la pavana del ilustre Juan del Encina: Pues que jamás olvidaros. En ella combina de manera magistral la melodía antigua con una instrumentación y unas líneas minimalistas completamente contemporáneas de tal forma que parece natural, a pesar de lo extraordinario, que dos compositores a los que les separa medio milenio converjan en una misma partitura. El coro del Teatro Real supo hacer un gran trabajo, bien balanceados y ajustados a pesar de la poca resonancia del auditorio y el hándicap añadido de la mascarilla.
La orquesta prosigue con sus ostinatos minimalistas y no tarda en sumarse en la que podíamos denominar como su primer “aria” la voz de la soprano Sonia de Munck con un tratamiento completamente instrumental que nos pudiera recordar al barroco, especialmente cuando la música nos trae aires de folía y bajos de zarabanda, un recurso por el que Llorca debe sentir predilección, pues lo escuchamos también en sus Tres sombreros de copa. Munck supo realizar con gran agilidad y precisión todos los giros vocales que escribió el alicantino presentando un timbre igualado y sonoro en todos sus registros. Destacó también su interpretación por la cantidad de detalles que supo aportar la soprano en cuanto a la articulación, destacando especialmente la imitación de los pizzicatti en la danza del penúltimo número musical.
Orquesta, coro y voz supieron, en definitiva, trabajar muy bien en conjunto. El mérito lo han de compartir, sin embargo, con el compositor que hilando los sonidos del pasado y el presente de nuestro país ha sabido tejer una obra sin fisuras, con música que es nueva y vieja a la vez, tradición y modernidad y que, lo mejor de todo, el público sale tarareando por las calles cuando se baja el telón.