Retomamos la actividad lírica en el Teatro de la Zarzuela con una obra que aún nos recuerda al período estival, la inaudita ópera Circe, que compuso Ruperto Chapí, y que se estrenó en el Teatro Lírico en el Madrid de 1902. Si uno se acomoda a la imagen de la terrible hechicera que nos narró Homero puede imaginarse un entretenimiento seguro, con aventuras, trifulcas, pociones varias y encantamientos, de esos que transforman a los hombres descomedidos en cerdos; y también puede admirarse de una heroína a la que no conviene disgustar a la ligera, que impone presencia y castiga admirablemente y sin miramientos.
Le vino bien al personaje encarnarse en Saioa Hernández, una soprano de sólida presencia y personalidad incontestable. Aún sin conocer la obra de antemano, uno ya podía colegir de su aplomo que iba a personificar a una Circe que en ningún caso nos iba a dejar indiferentes. Así fue, y además, en lo meramente musical, también nos deslumbró no sólo con una potencia y una afinación sobresalientes, sino enfrentándose además, y sin reticencias, a una partitura que exige resolver intervalos comprometidos constantemente. Tampoco le fueron a la zaga sus acompañantes Alejandro Roy, Rubén Amoretti y Marina Pinchuk. Tuvo mayor desparpajo el tenor Alejandro Roy interpretando a Ulises, y si no se lucieron más sus compañeros fue más bien porque la escritura del maestro Chapí no estuvo tan hábil en estos como en aquel.
Este es uno de los altibajos más notables, quizás, en la presente representación: la sensación de que estamos ante una partitura experimental que allá por el 1900 resultaba más o menos innovadora -y eso, claro, según con qué otras obras contemporáneas se compare-, pero que a los oídos actuales ya no nos dice tanto como a los de nuestros ancestros. Hoy comprobamos que a la obra, aún resultando adecuada para el entretenimiento inofensivo, le puede una cierta previsibilidad; y aún en los pasajes en que muestra el punto de mayor originalidad, se pierde el elemento disruptivo en virtud de la incesante repetición. Quepan como ejemplos los fogosos pasajes orquestales que repetían incansables dos simples notas, o las lamentaciones de los transmutados, que dijeron “Ay de mí” hasta la saciedad.
Por otro lado, y aunque el artículo que acompaña al programa de mano hace hincapié en que no se define la obra por “las grandes arias, dúos o números concertantes”, lo cierto es que todos ellos nos habrían venido bien para darle a la pieza una sensación más operística. Con ello, tal vez habríamos podido profundizar más en los conflictos de los personajes y también, por qué no, en las habilidades de sus intérpretes, que las lucieron en números como el "Coro de la Cacería", el cuarteto "Mis cantoras, llegad", o el Himno que pone fin al acto segundo.
Desgraciadamente, tampoco podemos decir que el libreto fuera trepidante. En tres actos completos apenas se desarrolla una historia que mantenga el interés y la curiosidad del espectador; más bien al contrario, lo que se desarrolla es otro cuento androcentrista en el que una heroína independiente y avisada pierde todo su carácter al entrar en contacto con el héroe astuto y esforzado. En este contexto narrativo, sí que echamos en falta el excelente trabajo de puesta en escena que en otras ocasiones nos propone el Teatro de la Zarzuela, pues parece sensato imaginar que la obra fue concebida con sus elementos decorativos, y que la ausencia de ellos le resta continuidad, dirección y fantasía a la representación. La versión concierto, qué duda cabe, nos permitió atender mejor a las virtudes de los cantantes y de la Orquesta de la Comunidad de Madrid -toda una formación, es obligado apuntarlo, que sacó lo mejor de sí para afrontar una partitura que no parecía ser muy cómoda para el conjunto-, pero nos privó de la experiencia narrativa completa que le es idiosincrásica a una ópera.