El tríptico con el que la Compañía Nacional de Danza cerraba su temporada en el Teatro de la Zarzuela buscaba sacar a relucir las cualidades de su elenco de bailarines así como la coherencia estilística de su director artístico, Joaquín de Luz, a la hora de elegir y ligar con naturalidad tres coreografías de corte neoclásico, ya consolidadas y también estrenadas por la propia CND. También resultó patente la intención de mostrar diversas tonalidades emocionales y mostrar la solidez de la performatividad de la Compañía a través de un abanico de recursos bien amalgamados y sin estridencias.

Abría el programa la Grosse Fuge, coreografía de Hans Van Manen estrenada allá por 1971, para un ensemble de 4 parejas, sobre las notas del último Beethoven. Podríamos interpretar la coreografía como una encarnación de ese tejido polifónico tan peculiar que caracteriza la obra tardía del compositor de Bonn, especialmente la de sus cuartetos para cuerda. Esa música, en apariencia tan abstracta, cobra no sólo vida, sino cuerpo; cuerpos que destacan por tensión, en los que se sustancia ese legado atemporal de la música. Para ello Van Manen recurre a posiciones firmes, flexibles pero siempre con gran presencia: los bailarines son exigidos especialmente en términos de expresividad y naturalidad sobre un escenario aséptico, pero con un juego de luces muy bien combinado con un vestuario sencillo pero eficaz. Las cuatro parejas de la Compañía Nacional de Danza llevaron a cabo esa re-encarnación del conocido trabajo de Van Manen de forma notable: la buena sincronía y sobre todo la intensidad y concentración con la que atravesaron la partitura devolvieron una performance convincente en la que no faltaron detalles y figuraciones particularmente logradas.
Posteriormente, se propuso Polyphonia, pieza de Christopher Wheeldon basada en un conjunto de piezas para piano solo de Ligeti, que fueron interpretadas con riguroso planteamiento y estupendo sentido musical por un profundo conocedor de este repertorio como es Mario Prisuelos. Se trata de una serie de pases rápidos, que alternan momentos más vivaces y eléctricos de especial exigencia técnica, y pasajes más líricos en los que el trabajo se concentra más en la plasticidad de los bailarines, con posiciones elegantes, reforzadas por una iluminación sutil y discreta. En este caso, la coreografía también contaba con cuatro parejas de bailarines en el escenario, entre las que se distinguió la bailarina invitada, ex principal del New York City Ballet, Lauren Lovette, muy hábil en el conjugar la energía rítmica y sus contrastes con atmósferas recogidas y de cuidado detalle. Sin denostar las indudables cualidades en términos de agilidad y habilidad en las complejas secuencias con los pies de la CDN, fueron los pasajes más románticos en los que se logró un resultado más destacado, alcanzando momento de singular belleza.
Cerraba el tríptico una obra más desenfadada, como el Concerto DSCH, basado en el Concierto núm. 2 de Sostakovich, y que Alexei Ratmansky, llevó sobre las tablas del New York City Ballet en 2008. Desde el punto de vista musical, Prisuelos y la Orquesta de la Comunidad de Madrid, bajo la batuta de Manuel Coves, unieron fuerzas para un resultado brillante y funcional para con el cuerpo de baile. Para esta pieza, la CND ponía a disposición un mayor número de componentes, haciendo hincapié sobre la interacción entre los tres niveles de la coreografía: la pareja principal, el trío y el más numeroso cuerpo principal. Como se decía, se trata de una pieza de manifiesta alegría, casi risueña, que se presta a unir con fluidez un estilo más clásico con otros pasajes más libres. Ello va acompañado por una iluminación abierta, alejada de otros claroscuros que tuvimos en las obras precedentes, y un vestuario de colores vivaces. En los movimiento extremos, tuvimos la ocasión de constatar el buen entendimiento entre todos los elementos en la escena, encadenando eficazmente los movimientos y las secuencias, así como apreciar los detalles individuales presentes a todos los niveles. Por otro lado, el célebre Andante, destacó por la ternura y la serenidad en unas posiciones aparentemente sencillas, pero que requerían ser ejecutadas con especial cuidado por sus protagonistas para sacar todos su potencial dramático.
En suma, la velada se caracterizó por un programa coherente, en el que se fueron desplegando sus particularidades, como la luz desvela sus colores a través de un prisma, mostrando y agotando todas las posibilidades dentro de un registro estilístico bastante homogéneo, pero capaz de reservar sorpresas gracias a las cualidades y el buen quehacer de la Compañía Nacional de Danza.