El verano azota Madrid y esto suele ser un claro indicador de aires tropicales en la escena metropolitana. Como cada año, el Ballet Nacional de Cuba (BNC) asalta los Teatros del Canal para volver a mostrarnos que en el Caribe se mantiene vivo el "clasisismo". Para esta semana la compañía, que estrena sub-dirección a cargo de su primera bailarina Viengsay Valdés, nos reserva un cuento de hadas y príncipes con la firma segura del coreógrafo cubano Pedro Consuegra. Hablamos de La Cenicienta.

Escena de La Cenicienta por el Ballet Nacional de Cuba
© Nancy Reyes

Con claros guiños al gran público, la coreografía de Consuegra mezcla escenas de comedia con episodios de alto rigor técnico, resultando un producto apto para todo espectador. La habilidad narrativa se evidencia desde el minuto uno cuando un telón nos resume todo lo necesario para comprender la historia de la más famosa huérfana y su familia postiza. El resto se va digiriendo en dosis proporcionadas a través de personajes que se articulan, con perfección, dentro de la historia.

Dividido en dos actos, este ballet nos desgrana la vida de Greta, o la Cenicienta, en el seno de un hogar regido por su madrastra y en unos días marcado por el anuncio de un baile en el palacio. Las hermanastras se preparan para el evento recibiendo clases con poco provecho, mientras que Greta exhibe su gracia innata para el baile. Nada de esto posibilita la asistencia de Cenicienta al baile, mas la intervención de un ser divino, el Hada, hará posible su sueño… y lo demás es harto conocido.

La Cenicienta por el Ballet Nacional de Cuba
© Rolando Pujol

Para la primera noche, la compañía reservó en los papeles principales a dos de sus bailarinas de peso. Greta estuvo encarnada por una Anette Delgado segura y sin excesos. Mientras que el Hada de Justicia tuvo cuerpo en la actual estrella naciente del Ballet Nacional de Cuba, Claudia García. Esta última exhibió sin complejos un amplio arsenal de virtuosismo, el mismo que siempre ha caracterizado a las grandes bailarinas del país caribeño. Sin embargo, si algo se debe destacar por encima de todo fue el genial desempeño de dos bailarines: Alejandro Olivera como maestro de danza y Diego Tápanes en su papel de hermano del príncipe. Sus roles, marcados por la gracia y constante conexión con el público, tienen una exigencia técnica que solventaron con gran soltura. En ambos fue rotunda la conjunción de las capacidades de actuación con la preparación física requerida por sus personajes. También lucieron galas de interpretación y fluidez las hermanastras, caracterizadas por Diana Menéndez y Karla Iglesias. De igual manera brilló el cuerpo de baile en cada una de las danzas del segundo acto, quizá con especial lucidez en la danza española. En contraposición, Dani Hernández elegido para interpretar el príncipe Gustav decepcionó con su tibia ligereza y poca fuerza en los momentos fulgurantes del personaje. Ese mismo tono gris principesco reinó en la escenografía que pide a gritos una revisión profunda que le impregne algo de modernidad o, al menos, una regia apariencia. Es muy marcado el desbalance entre la calidad artística de los bailarines y el escenario, impropio de la que es, en palabras de su subdirectora artística, "la última escuela de ballet reconocida como tal en el mundo".

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