El violinista estadounidense Gil Shaham se unió a la Orquesta Filármonica de la Universidad Nacional Autónoma de México, bajo la dirección de Sylvain Gasançon, para interpretar el Concierto para violín en re mayor, op. 35 de Chaikovski, seguido de la Sinfonía alpina, op. 64, de Strauss. Gasançon inició el concierto a un tempo rápido, pero el balance orquestal fue adecuado y al unirse el solista, resultó en un buen equilibrio entre ambos. La articulación, la dinámica y el fraseo de Shaham fueron claros y técnicamente competentes, pero la interpretación pareció carecer de visión creativa. Quizás la falta de rubato y el tempo rápido restaron musicalidad a las melodías de Chaikovski. La cadenza del violín solista fue ejecutada de forma impresionante. El segundo movimiento, lento y con partes más expuestas para los diferentes grupos de instrumentos, se desarrolló de forma similar, sin mucha dirección, aun los vientos (y en particular la flauta) ofrecieron un sonido brillante, y la dinámica pianissimo que Shaham logró resonó en toda la sala. En el tercer movimiento, Shaham demostró de forma impresionante la destreza técnica necesaria para ejecutar las rápidas figuraciones en cascada, y cada nota se escuchaba con claridad. La orquesta le siguió el tempo, culminando en un final cohesivo y unificado. En cualquier caso, faltó construcción global de la interpretación, una arquitectura general. Shaham regresó al escenario para interpretar un fragmento de la Partita en si menor, BWV 1002, de Bach, con la que demostró de nuevo su alto talento.
Tras el intermedio, la orquesta, ocupando ya todo el escenario, regresó para interpretar la monumental Sinfonía alpina de Strauss, una obra de veintidós secciones continuas que describe un día de ascenso y descenso de una montaña: un epítome de la música programática. A grandes rasgos, la intepretación fue correcta, pero los momentos que requerían coordinación entre toda la orquesta fueron a menudo deficientes. La segunda parte (Amanecer) está precedida por un enorme crescendo que se desarrolla gradualmente y culmina en un estruendo de platillos (al ver el sol por primera vez): el crescendo se sintió apresurado y, en consecuencia, la llegada del Amanecer resultó algo anticlimático. En contraste, los metales fuera del escenario (colocados en frente de los asientos del coro) durante El ascenso estuvieron afinados, bien articulados y resonantes.
A medida que la sinfonía avanzaba por los diferentes episodios de la caminata alpina, se vislumbraron momentos de brillantez, como en En la cima, con su arrolladora peroración de metales puntuada por la percusión, o en el vertiginoso crescendo y el dramático comienzo de Se alza la bruma. Los solos de oboe, con su característica melodía recurrente, se interpretaron de forma magnífica. Sin embargo, las demás secciones parecían proceder mecánicamente, sin cohesión.
El último tercio de la sinfonía, que abarca solo unas cuatro o cinco secciones, representa el descenso del excursionista mientras el sol desaparece y se avecina una tormenta. La propia tormenta se caracteriza por el bombo, y aquí la potencia de la sección de percusión se sintió en toda la sala. Strauss era un experto de la orquestación, y uno se maravilla ante el novedoso y singular sonido creado por las diferentes mezclas de instrumentos. A medida que Epílogo daba paso a Noche, que refleja la música de la sección inicial homónima, la orquestación de cuerdas, casi neblinosa, volvió a cobrar protagonismo, logrando una auténtica sensación de oscuridad con un final sereno. Si bien la interpretación tuvo varios momentos excepcionales, una mejor dirección la habría convertido en una experiencia verdaderamente memorable.

