El director estadounidense Scott Yoo dirigió la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México en un programa de dos compositores del Romanticismo tardío de los que a menudo se piensa que encarnan estilos diametralmente opuestos (Wagner y Brahms), abriéndolo con la pieza Urbano, de la compositora mexicana Marcela Rodríguez.

La soprano Sarah Traubel junto a Scott Yoo y la OFCM © Andrea Morales M. | Orquesta Filarmónica Ciudad de México
La soprano Sarah Traubel junto a Scott Yoo y la OFCM
© Andrea Morales M. | Orquesta Filarmónica Ciudad de México

Urbano, como su nombre indica, pretende ser música de la ciudad, de la urbe. Dividida en una introducción y un mambo, la obra contó con el protagonismo de los bongós, cencerros y tumbadoras, y toda la sección de percusión tocó con una finura magistral. El resto de la orquesta galopó junto con la percusión, pero a veces parecía no estar sincronizada. La conclusión del mambo devolvió el vigor a un tutti feroz en el que los ritmos volvieron a encajar para un final jubiloso. Las Fünf Gedichte für eine Frauenstimme de Wagner, más conocidas como las Canciones de Wesendonck, fueron escritas entre 1857 y 1858 sobre poemas de Mathilde Wesendonck. Dos de las canciones se incorporarían más tarde a Tristan und Isolde (terminado en 1859). La soprano alemana Sarah Traubel cantó con clara dicción y pasión, aunque la orquesta sonó a veces algo fría, dejando la expresión poética del texto a Traubel. "En el invernadero" ("Im Treibhaus") –que se incorporó al preludio del acto III de Tristan und Isolde– estuvo especialmente bien interpretada, con las suspensiones cadenciosas y las apasionadas cuerdas impregnando a la música de melancolía.

La Cuarta sinfonía de Brahms, estrenada en 1885, representa la culminación de su obra sinfónica y, con una paleta tonal más conservadora, un contrapeso al lenguaje armónico de Wagner. Scott Yoo dirigió la obra sin partitura, demostrando un profundo conocimiento de la sinfonía y sus matices. El primer movimiento, una rápida sonata en mi menor, se interpretó con fuertes contrastes dinámicos y una dirección rítmica apropiada, con la cadencia plagal final que produjo el deseado efecto de inconclusión.

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Scott Yoo al frente de la Orquesta Ciudad de México
© Andrea Morales M. | Orquesta Filarmónica Ciudad de México

El segundo movimiento se tocó con abundante rubato y legato, tal vez incluso con demasiada uniformidad. No obstante, la forma y la mezcla fueron excelentes, las cuerdas en pizzicato tocaron con un ritmo perfecto, y el movimiento transmitió una sensación general de tranquilidad. El ardiente scherzo fue nítido y enérgico, con el triángulo apoyando la intensidad rítmica. Los temas contrastantes pueden ser difíciles de tocar sucesivamente sin perder el impulso, pero la OFCM conocía claramente bien esta música y la interpretó con elegancia. El clímax del tercer movimiento fue una fuerte culminación en fortissimo, preparando el escenario para el cierre.

El final de la Cuarta es quizás el movimiento sinfónico menos ortodoxo de Brahms, estructurado como un pasacalle en lugar de en la forma sonata habitual. Los trombones también entran por primera vez en el final (como en la Quinta sinfonía de Beethoven). El solo de flauta fue impecable y la orquesta tocó con la misma energía apasionada que en los movimientos anteriores. Los metales (sobre todo los trombones) tocaron bien en las secciones más tranquilas, pero parecieron comedidos en los clímax, incluso decrescendo ligeramente en figuras repetidas donde se esperaban crescendos. La coda de la sinfonía se caracteriza por un ritmo armónico creciente que crea un efecto natural de aceleración. Sin embargo, este efecto se vio atenuado por un apreciable rallentando que hizo que los últimos compases resultaran ligeramente anticlimáticos. No obstante, fue una interpretación muy idiomática de la sinfonía, con varios momentos muy memorables y, sin duda, fue lo mejor de la velada.

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