La Sinfónica de Galicia prolongó su temporada de abono con una minigira que le llevó a un entorno especialmente emblemático en el corazón de Galicia: el Monasterio de Santa María de Sobrado dos Monxes, monumental muestra del legado histórico de la Orden Cisterciense. En su majestuosa nave principal se reunieron los músicos de la OSG ante un aforo completo, formado no solo por una entusiasta comunidad local, sino también por melómanos procedentes de otros puntos de Galicia. No todos los días existe la posibilidad de disfrutar de una orquesta del nivel de la OSG en un entorno tan inspirador como este. Finalmente, la presencia de Dima Slobodeniouk y su diseño de un atractivo programa, estrictamente secular, multiplicaron el interés y la expectación.

La noche se abrió con los vientos a solo que nos regalaron una obra de Strauss tan infrecuente como emotiva, su Serenata, op.7, obra de juventud, carente de cualquier tipo de afectación straussiana. Maderas y metales de la Sinfónica se mostraron especialmente cómodos dando vida a una obra tan poco habitual como agradecida. La expansiva reverberación de la inmensa nave comprometió que la música fluyese de forma cristalina; no obstante, la esencia de la música fue transmitida a la perfección en un fraseo impecable, pleno de sutilezas, perfectamente realzado por las manos de Slobodeniouk.

Dima Slobodeniouk al frente de la Sinfónica de Galicia © Orquesta Sinfónica de Galicia
Dima Slobodeniouk al frente de la Sinfónica de Galicia
© Orquesta Sinfónica de Galicia

Los vientos dejaron su sitio a las cuerdas para ofrecer una obra estrictamente contemporánea, la Suite Hollberg, op. 40 de Grieg. La OSG contó como concertino invitado con la presencia de Pedro Rodríguez, fundamental toda la noche para para dar vida, con un fervor palpable, a una interpretación plena de color y calor. Tras su perfeccionista Peer Gynt de la semana previa, Slobodeniouk ofreció un Holberg más impetuoso y vibrante, tal como mostró el Präludium que destiló pasión desbordante y ritmo vertiginoso, acentuado por el dinámico diálogo entre primeros y segundos violines, liderados por un brillante Adrián Linares. Este intercambio constante entre las cuerdas añadió una capa adicional de intensidad toda la noche. En la Sarabande, la reverberación de la catedral acentuó cada nota, creando un espiritual tapiz sonoro que envolvió al público como raramente ocurre en las salas de concierto. Slobodeniouk, receptivo al entorno, adaptó su dinámica para aprovechar tan peculiar acústica. La Gavotte, alegre y vivaz, fue una amistosa y espontánea conversación entre todas las secciones. El clímax llegó con la hermosísima Aria, que multiplicó las sensaciones de la Sarabande, dando paso al Rigaudon final; un estallido de energía y vitalidad. Una vez más destacadísimo el concertino, en una genuina muestra de virtuosismo y compromiso, elevando la música a nuevas alturas, e interactuando con una orquesta que parecía no querer dejar de tocar.

Finalmente, la orquesta se unió en un único grupo para dar vida al Beethoven temprano de su Segunda sinfonía. Su interpretación evocó uno de los momentos estelares de la etapa de Slobodeniouk al frente de la OSG: su ciclo Beethoven de la temporada 2016-17. El grandilocuente Adagio molto inicial se benefició de la reverberación, creándose una atmósfera de anticipación, que con el Allegro con brio, se transformó en vitalidad electrizante. Slobodeniouk exhibió su sempiterno carisma para implicar a los músicos en una ejecución precisa y apasionada, con un diálogo vibrante entre las secciones de cuerdas y vientos, estableciendo un tono dinámico que perduró a lo largo de la sinfonía. El Larghetto resultó menos contemplativo y espiritual de lo que el entorno podría hacer esperar, predominando una refinada sensibilidad, acentuada por las sutiles trompas de la OSG y unas maderas delicadas y expresivas. Un Scherzo trepidante, constituyó una exhibición de precisión rítmica y agilidad orquestal, que condujo a un Allegro molto que cerró la obra en un estallido de energía y determinación. La intensidad orquestal parecía crecer con cada compás, una vez más liderada por un concertino que no dejó espacio para el respiro, llevándonos a un clímax jubiloso. La acústica de la catedral amplificó el acorde final prolongándolo hasta el infinito y literalmente transportándonos directamente al cielo, poniendo punto final a una inolvidable fusión de arquitectura, espiritualidad y notas musicales que merece ser repetida más a menudo.

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