El pasado martes la Orquesta Sinfónica de Euskadi ofreció un concierto, en el Baluarte de Pamplona, que tuvo como denominador común la tonalidad de do mayor. La dirección de Hans Graf fue lo que dio un toque especial a la ejecución de las piezas escogidas de Beethoven, Stravinsky y Schumann.
La ejecución de la obertura de Las criaturas de Prometeo, de Beethoven, ponía al público ante la tónica que habría caracterizado el concierto: el ritmo sostenido, la precisión en el diálogo entre los diferentes instrumentos de la orquesta, la brillantez de una sonoridad delicada, pero capaz de expandirse con fuerza por la sala. Después de los primeros compases, ejecutados con energía, los violines marcaron el ritmo generando un vendaval que capturó la atención del público. La repetición en crescendo de un mismo motivo, así como el final sonoro de la obertura, preparaban al auditorio para la segunda pieza, la Sinfonia en do de Stravinsky.
De esta manera, el cambio estilístico de esta segunda composición –debido al salto de casi ciento cuarenta años de la anterior música para ballet de Beethoven– obtuvo una buena acogida en la sala. Sin que los instrumentos de viento perdieran el protagonismo que la partitura les reserva, Graf supo modularla con la mayor dulzura de las cuerdas exhortando a los músicos a ser lo más nítidos posible y casi a no superponerse los unos a los otros. La repetición de un mismo motivo desde el oboe a las flautas y a los violines, o el contrapunto ritmado que los vientos hicieron a las cuerdas –y viceversa– dieron una mayor ligereza y brío a la ejecución. En el tercer movimiento sobre todo, director y orquesta se esmeraron en la interpretación de la partitura combinando fuerza y precisión, y nos ofrecieron melodías aterciopeladas y adamascadas por las secuencias rítmicas.
La Sinfonía núm. 2 en do mayor, de Schumann, que se tocaba a la vuelta del descanso, significó una inmersión completa en el Romanticismo. La alternancia entre pianos y fuertes, así como los ritmos más acompasados y la mayor compenetración entre todos los componentes de la orquesta convirtieron esta composición en una caricia enérgica y cálida, interrumpida solamente por el breve descanso entre un movimiento y el otro. El contraste entre el segundo y el tercer movimiento fue conmovedor: como recrear la sensación que se tiene en la parte final de una carrera, cuando uno se tumba en el suelo respirando hondo y pausadamente para recuperar la calma y saborear finalmente la victoria. El ritmo sostenido del último movimiento –interpretado con la misma precisión que en las piezas tocadas anteriormente– fue capaz de despertar las emociones más profundas.
La buena sintonía entre director y orquesta hizo que la sala vibrara a lo largo de toda la velada. La sonoridad delicada que suele caracterizar a la Orquesta Sinfónica de Euskadi, cobró particular fuerza en este concierto, en el que lucieron, por otra parte, las infinitas capacidades que tienen a su disposición.