El ballet In the Still of the Night, que bien podría considerarse un pas de deux perpetuo, toma los grandes éxitos de la música de la década de los cincuenta y sesenta y del minimalismo, para prolongar el recuerdo de un amor que sólo puede vivir en un mundo onírico. Lucía Lacarra y Matthew Golding vuelven al Ciclo de Danza del Teatro Campoamor de Oviedo con una obra que preserva la estética planteada con Fordlandia, a través de la interacción entre lo cinematográfico y lo escénico. 

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Matthew Golding y Lucía Lacarra
© Iván Matínez

La canción de The Five Satins da título a la pieza y se utiliza como símbolo argumental del tema tratado: la melancolía de un amor perdido por una muerte trágica. La ternura juvenil de Grease o de Dirty Dancing, en salas de baile con faldas de largo a media pierna y zapatos de tacón, donde hombre y mujer se reconocen a ritmo de danza, y la atmósfera fantasmal de Ghost, ese espectro que, en este caso, es mujer y que se queda en el limbo entre la vida y la muerte, nos transporta a la intimidad de los sentimientos de una pareja. 

La coreografía se la debemos a Matthew Golding, una sucesión de portés en las que el propio creador actúa como partenaire de Lucía Lacarra. Ella es sin duda la gran musa de la obra, no en vano recibió en el 2022 el Premio Max a la mejor intérprete femenina. La belleza de sus líneas perfectas, prototipo del canon del ballet académico, es explotada al máximo a nivel coreográfico sin abusar de giros ni de saltos efectistas. En cambio, sí vemos una danza acrobática, de gran dificultad técnica, a través de los múltiples portés que exhiben el cuerpo en diferentes perspectivas. 

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Lucía Lacarra y Matthew Golding
© Iván Martínez

La danza de Golding es la del tallo que sostiene una flor, arraigo y cimiento. Su fragancia fluye en el aire a través del cuerpo de Lacarra, suspendida casi siempre sobre la tierra por lo único que la ata a ella: el amor que vive en él. Arabesques infinitos, attitudes que sobrepasan con creces los 90 grados, grand jetés que la hacen volar con el impulso de la gota que rebota sobre el agua, delicada y precisa, y qué decir de sus brazos, suspirando el aire con la elegancia clásica. Zapatos de salón, zapatillas de media punta y de punta se utilizan indistintamente a lo largo de la obra, sobre el suelo o sobre una cama con ruedas para conectar con un pasado memorado en el que ambos corazones latieron unidos. A pesar de ello, la acción es algo plana en cuanto a ritmo, se abusa de la danza a dúo y tan sólo vemos una única identidad, perfilada a través de los ojos del amante que idealiza a la musa.

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Lucía Lacarra y Matthew Golding
© Iván Martínez

Lo que se vive en la escena es sólo un espejismo del ayer fotografiado, un lugar en el que se entremezclan tiempos como los flashbacks del cine o de la literatura, prescindiendo de la cronología de la narrativa coreográfica tradicional. Lo real y lo imaginado, lo soñado y lo vivido, el amor y la culpa, se aúnan en un tono emocional que extiende la ausencia de la pérdida y que conquista la atmósfera de todo el ballet. La estética de la cultura pop pone ritmo a gran parte de las proyecciones fílmicas grabadas por Valeria Rebeck, The Black Cactus & Otto, generando ambientes independientes. Los diferentes planos juegan con el foco de quien mira en un guiño a las técnicas de la videodanza. A través de la lente de la cámara se seleccionan los encuadres desde donde observar los rastros de esta relación idílica, paseamos así por los recuerdos de una noche en la que el hombre fue plenamente feliz hasta que alguien atropella a su amante. Vemos parado el coche en el que un día viajaron a ritmo de This Magic Moment de Ben E. King, en el mismo camino en el que sucedió el accidente. También la luna, que crece hasta casi absorber a los bailarines y se vuelve faro de un Mustang del 69 o incluso brindamos juntos con champán mientras escuchamos Non, je ne regrette rien de Edith Piaf o Be my Baby de The Ronettes. 

El realismo de estas escenas contrasta con otras más abstractas en las que la luna va a cubrirse de niebla, entonces nos sentiremos atrapados entre rejas o nos perderemos en las formas lumínicas no figurativas que se tiñen de tonos azulados y morados. En ellas se llega a duplicar lo bailado sobre el escenario, como si se tratase del reflejo alojado en la mente del hombre. Philip Glass y, en especial, su Tirol Concerto, junto con Confrontation Letting go de Max Richter, son quienes ponen banda sonora a un sentimiento de carga intimista que emocionó al público ovetense. Un pas de deux infinito de amor con estructura circular.

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