Seis bises. Es, tal vez, la forma de sintetizar el espíritu de un concierto que no por repetido dejó de ser único. Sokolov nos visita casi cada año, en esta ocasión de gira por varias ciudades españolas, y sus conciertos han acabado por tener más de procesión ritual o liturgia mística que de cualquier otra cosa. Son sesiones generosas, ya largas antes de comenzar con las propinas, y con un nivel de concentración en el público que raramente se repite en otros ciclos de conciertos. Sin toses. Sin móviles. Se acude a la sala con una placentera culpabilidad, donde prima la sensación del que espía tras la cortina, esa intuición de conformar entre todos una nueva raza de indiscretos James Stewarts con prismáticos que ejercen de voyeurs del genio de Sokolov, que transige en ser observado.
El secreto del pianismo de Sokolov radica en su idea del retorno a las Ítacas, con principios y finales poco espectaculares y con nada que dar más allá que el propio camino, que diría Kavafis. No hay un hilo argumental o una ligazón dramática en su Beethoven, ni un Bach imbuido de dinámicas historicistas. Tanto uno como otro se resuelven con una sucesión de paisajes, rincones y miradores selectos que se concatenan sin ningún tipo de coherencia interna. Es un álbum de fotos desordenado pero que funciona (y de qué modo) por alguna pericia secreta o prestigio inconfesable. Arrancó Sokolov con una Partita nº 1 de Bach poco recomendable para oídos puristas, de trino trabajado y licencias por doquier en cuanto al legato y al uso expresivo, casi diríamos que melódico, del contrapunto. La Sarabande fue ralentizada al límite del derrumbe, desmembrándola para luego reconstruirse en sonidos aislados, como una caja de música que se fuera quedando sin cuerda. En este concienzudo proceso de derribo, la música sólo resultaba inteligible a medida que el oído se acostumbraba a moverse a ritmos menos vertiginosos.