Sin querer hacer de una crítica concreta un compendio de los últimos años de gestión del Teatro de la Zarzuela, hay que reconocer que Paolo Pinamonti ha sabido cómo despedirse de su época al cargo de la institución. El estreno tenía todos los elementos necesarios para considerarse como una síntesis acertada de lo que de un teatro público puede esperarse: recuperación de patrimonio, buen reparto vocal, cuidada escenografía y una música con capacidad de seducción para nuevos públicos. Galanteos en Venecia es una obra que ha tardado mucho en recuperarse, habida cuenta del éxito y la trascendencia que la partitura tuvo en su época, a medio camino entre el Don Giovanni dapontiano y la parodia de corte nacional. El libro es tan absurdo y disparatado como su propio título apunta (nada nuevo, por otra parte), y la música bebe de suficientes fuentes como para dar cuenta sin ambages de la desenvoltura técnica de Barbieri y de su brillantez compositiva. No es la pretensión última de la partitura, ni tan siquiera un reclamo, pero la demostración de capacidades de Barbieri debería mover a reflexión, con tanta obra pendiente de rescate.
Lo primero que llamó la atención fue la escenografía, cuidada y dúctil, adaptable al reducido espacio que permite la caja escénica de la Zarzuela y que sabe agrandarlo con una serie de ingenios dramatúrgicos bien coreografiados. No hay intermitencias creativas o debilidades escénicas, con un bien insinuado canal veneciano en el primer acto, un sugerido palacio en el segundo y fastuoso barco en el tercero. Este último despertó el aplauso improvisado del público en su aparición. El uso y la movilidad que se hacía de estos espacios aportaban frescura y sensación de Venecia imaginada. Menos elegante parecía la subtrama que articulaba los cambios escénicos, un rodaje dentro de la propia representación, una ruptura de la cuarta pared ya muy repetida e innecesaria para el trasunto dramático de la zarzuela, y que restaba ritmo antes que aportar coherencia a un libreto que tampoco la pretendía.
En el aspecto vocal encontramos un reparto bastante equilibrado, donde destacó Sonia de Munck, solvente en el plano actoral y versátil en las capacidades líricas y cómicas que su personaje (y la dirección escénica) le reclamaban. Sigue resolviendo con soltura las necesidades de coloratura del papel, y lo hace sin abusar de vibrato, caer en la pirotecnia gratuita o lanzar el perenne sobreagudo final. Cristina Faus se hacía cargo de un personaje, el de la Condesa, que era un remedo cómico de papeles mozartianos, mitad Doña Elvira, mitad Rosina, y lo recreó con sentido del humor, buena proyección y capacidad para el cambio de registro. José Antonio López construyó un Don Juan entregado y verosímil (dentro de lo posible), mientras que Carlos Cosías tuvo menos suerte, embutido en un vestuario que no ayudaba y un papel que fue suavizado en su día con el objeto de aportar credibilidad consiguiendo justo lo contrario.
La ORCAM rindió a buen nivel frente a una partitura llena de matices tímbricos, anidada bajo una dirección muy volcada al aspecto vocal por parte de Cristóbal Soler y que superó un par de trampas de primer nivel, como la serenata doble del final del primer acto o el coro-orquesta del principio del segundo. De mérito la actuación del coro, con fragmentos bastante comprometidos y mayor protagonismo del habitual.
La sensación final tras el estreno era la de haber acertado con esta recuperación en el centro de una diana que no está claro que exista. De haber asistido público nuevo al Teatro de la Zarzuela, probablemente habría quedado cautivado. Mientras ese extremo se confirma, el habitual salió profundamente satisfecho.