En la recta final de la temporada, no cabe más que calificar de éxito total la producción de La flauta mágica dirigida por Simon McBurney. Un triunfo que no sólo hay que achacar a que se hayan agotado las entradas en todas las funciones, sino a que quienes la han visto han podido disfrutar de un espectáculo complejísimo en su concepción, pero asequible en su ejecución.
En otras ocasiones hubiera empleado el término “versión” para referirme al trabajo del regidor, pero esta vez se queda corto. Muy corto. Aquí, McBurney no presenta una lectura personal del Singspiel de Mozart y Schikaneder. Directamente lo interviene. Así, sin anestesia y sin prejuicios. En el espectáculo, La flauta mágica como tal está, pero la propuesta del dramaturgo inglés va más allá. Es otra cosa. En primer lugar, porque la partitura que escribió Mozart deja de ser el centro de todo para convertirse en un elemento más de la producción. Fundamental, evidentemente, pero no inviolable —si es que alguna vez lo fue—. De ahí, que algunas arias se interrumpan o se deformen sin ningún pudor y que en otros pasajes se inserten breves improvisaciones de la orquesta y alusiones a otras músicas, con un resultado hilarante.
Por otra parte, la escenografía de Michael Levine elimina la distancia que hay entre el foso y las tablas: músicos, cantantes y figurantes se sitúan en el mismo plano. Es más, unos y otros traspasan en numerosas ocasiones ambos espacios, del mismo modo que hacen con la cuarta pared al involucrar al público en la trama. Esta situación me recordó las creaciones teatrales de Mauricio Kagel o György Ligeti en década de 1960. En ellas, música y teatro forman un todo, y, para más inri, requieren la superación del concepto decimonónico de partitura, ya que ésta debe integrar las directrices sónicas y las indicaciones escénicas.
Además, en la era de la narrativa transmedia no podía faltar el empleo de técnicas como el videoarte, servido con mucho gusto y humor por Blake Habermann, y del arte sonoro. De este último se ocupó Ruth Sullivan, situada en un estand colocado a la derecha del escenario. En él se veían multitud de artilugios que al ser amplificados fueron creando diferentes paisajes sonoros, de los que alguno alcanzó una adecuada dimensión cósmica. También hay que destacar la plasticidad de las proyecciones sobre el telón de fondo y de elementos del atrezo como los pájaros de papel, la calidad del movimiento, la precisión de la iluminación y el vestuario.
James Gaffigan dirigió la parte musical y lo mejor que se puede decir de él, en esta ocasión, es que durante mucho tiempo pasó desapercibido. Concertó el conjunto dejando fluir la acción. En ocasiones, como todos, fue un actor más, y en lo musical consiguió balances exquisitos, como el quinteto del primer acto o la envolvente resultante de la intervención de los metales al inicio del segundo acto. La tímbrica de la orquesta se vio enriquecida por el empleo de unos timbales de época y por el color y porte ceremonioso de los tres trombones colocados estratégicamente en un punto elevado. Mención aparte merece la flautista Magdalena Martínez, convertida en la protagonista absoluta de la producción. Éste es, sin duda, uno de los papeles más hermosos que se puedan atribuir en la ópera a un instrumentista.
En el elenco, por orden de aparición, Giovanni Sala lució un sonido sin aristas, bien dirigido, límpido, y elocuente expresividad mozartiana. Entre “Las tres damas” hubo mucha complicidad a todos los niveles. Juntas produjeron una sonoridad muy bonita. Gyula Orendt encarnó a un pajarero lleno de matices y divertido, con un sonido rico y caudal abundante. Con Serena Sáenz, antes de cerrar el primer acto, construyó un dúo lírico y, aunque muy teatral, contenido en expresión. Por otra parte, Sáenz llenó su segunda aria, “Ach, ich fühl's”, de un pathos que la acercó en estilo al canto barroco. Rainelle Krause supo dotar a su color de la madurez que requiere la primera aria de la Reina de la Noche y llenó de energía la famosa “Der Hölle Rache”, en la que además se las tuvo que ver manejando una veloz silla de ruedas. Los “Tres muchachos” fueron caracterizados como tres ancianitos, por lo que, tal vez por eso, por pretender imitar la ancianidad también con la voz, su sonido no encontró el punto óptimo. Matthew Rose constituyó un magnífico Sarastro, robusto y convincente tanto en el canto como en sus parlamentos. Iria Goti lució agudos y estuvo encantadora como Papagena, pero el Monostatos de Brenton Ryan pasó un tanto desapercibido.
Era difícil superar en interés una temporada como la que termina en Les Arts. Esta última producción lo ha conseguido: La flauta mágica, de McBurney, ha llegado a sorprender hasta al aficionado más experimentado.