En el bicentenario del estreno en Viena de la Sinfonía Coral, de Beethoven (7 de mayo de 1824), el Palau de Les Arts se ha querido sumar a la efeméride con una interpretación que, en principio, tenía que haber dirigido Vasili Petrenko. Según nos informaron en su momento, problemas familiares se lo impidieron, y, por eso, quien subió finalmente al podido de la Orquestra de la Comunitat Valenciana fue su titular, James Gaffigan.

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James Gaffigan
© Mikel Ponce | Les Arts

En tiempos de la Guerra Fría, la sustitución de un director ruso por otro estadounidense hubiera dado pie a especulaciones e intrigas como aquellas a las que nos acostumbró el cine de espías. La partitura tampoco se hubiera librado de ser explicada con arreglo a la ideología del bloque en el que se interpretase –en este caso, el occidental–, porque entonar aquello de que “los hombres volverán a ser hermanos” igual ha servido a tirios que a troyanos para intentar fortalecer el espíritu de sus respectivos conciudadanos. Lo explicó muy bien Esteban Buch, ensayista y musicólogo de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. En la actualidad, a cuatro días de la celebración de unas elecciones europeas cuyo resultado, en mi opinión, arrojó más sombras que luces, la escucha de lo que, versionado por Herbert von Karajan, es el Himno Europeo, no dejó de trascender el concierto en sí mismo, para inducirnos a pensar que en algún instante se pueda alcanzar la fraternidad universal que pretendía Beethoven al seleccionar algunos fragmentos de la Oda a la Alegría, de Schiller.

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James Gaffigan al frente de la Orquestra de la Comunitat Valenciana
© Mikel Ponce | Les Arts

De momento, mientras esperamos a que ese estadio llegue, nos conformaremos con recurrir a la definición que Felix Mendelssohn hizo de la sinfonía años después de su estreno en Berlín: “una hora de alegre placer”. Un placer proporcionado tanto por la lectura que hizo Gaffigan: dinámica, expresiva y con un diáfano sentido constructivo, como por la sonoridad del conjunto. La Orquestra de la Comunitat sonó con relieve. Como si fuera uno de esos cuadros en los que se van pegando trocitos de cartón hasta darle cuerpo al más mínimo detalle: ya fueran los contratiempos de los graves, los contrapuntos, las células con las que unas familias contestan a otras o las intervenciones solistas.

En el Allegro, el director lució mano izquierda para moldear el fraseo y con algún manotazo que otro instigó a la orquesta para que fuera vivaz, llegando a un suntuoso fortísimo. En el Molto vivace, además de no escatimar en repeticiones, fue preciso y firme en la rítmica. El timbalero exhibió un virtuosismo que en el Adagio se convertiría en musicalidad al contribuir con gusto a darle forma al fraseo de la melodía. En el trío central del segundo movimiento contrastó el acertado diálogo de las maderas en estacato con el legato mullido y rico de los violines. En el Adagio, el segundo tema, enunciado por los violines segundos y las violas, hizo despegar el carácter expresivo de esta parte para llevarnos, sin solución de continuidad, al cuarto movimiento. Al principio, los contrabajos dejaron clara su autoridad en un convincente recitativo, alternado con las citas provenientes de los movimientos anteriores que inserta el compositor. Más tarde, al presentar el tema de la Oda a la Alegría junto a los chelos, se convertirían en una sección delicada y aterciopelada.

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El cuarteto solista junto al Cor de la Generalitat Valenciana
© Mikel Ponce | Les Arts

La parte del cuarteto solista la encabezó el barítono José Antonio López de amplio caudal, proyección y carácter sacerdotal. Maximilian Schmitt apeló más al entusiasmo que a la expresión. Johanni van Oostrum logró traspasar la masa sonora con sus poderosos agudos y Carmen Artaza quedó un tanto desdibujada. El Cor de la Generalitat, quitando alguna entrada cercana al grito, matizó la tímbrica y contribuyó a obtener una sonoridad monumental, pero no por ello carente de emoción. Entre todos firmaron una versión de las que en algún momento se cogen a la garganta.

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