Oramo condujo de forma vibrante, extrayendo de cada atril precisión y concentración, que se tradujeron en interlocución sublime con la voz desgranada por Luganski. Merece ser resaltado el asombroso dominio del cambio de compás, incesante y libre de devaneos o incertidumbres en los engarces.
Con un interesantísimo programa conformado únicamente por obras de Mozart, La Orquesta Filarmónica Nacional de Hungría se presentó en Madrid con János Kovács al frente. El tributo mozartiano convocó al Cor Madrigal para la interpretación del monumental e incoparable Réquiem, con el que se cerró una magnífica celebración del genial compositor.
La Tonhalle-Orchester Zürich y Lionel Bringuier en su segunda aparición en el Auditorio revelaron lo meritorio de la injustamente relegada Cuarta sinfonía de Beethoven y ofrecieron una cuidada y sólida interpretación de dos páginas muy populares, Suite de Peer Gynt y Variaciones Enigma.
Sobresalieron las intervenciones solistas de la madera, la textura de archi -cimentada, fundamentalmente, en el balance entre bajos y violines logrado por Bringuier- y la aportación cromática de la percusión y el arpa. La fuerza de los tutti fue patente, pero operando mediante un contorno nebuloso y conscientemente difuminado, ciertamente apropiado para el espíritu de la sinfonía.
El segundo oratorio de Mendelssohn es tan fundamental como lamentablemente infrecuente en las salas de concierto, en parte debido a las proporciones monumentales de la obra. Que semejante envergadura, afortunadamente, no está radicada tan solo en el número de efectivos que la ejecutan, permea cada pentagrama de la obra fue la principal conclusión que cabe extraer del concierto liderado por Heras-Casado.
No es infrecuente tener la oportunidad de escuchar la Pasión según San Mateo en el transcurso de la Semana Santa, lo que incrementa el número y la intensidad de elementos diegéticos que operan en la representación. En esta ocasión, además, la fecha era señalada por la comparecencia de una pléyade instrumental y vocal: la Orchester und Chor der Klangverwaltung y el Münchner Knabenchor bajo la avezada batuta de Enoch zu Guttenberg.
El ritmo palpita y atraviesa Elephant Skin, de Jesús Rueda, el Concierto para violonchelo y orquesta núm. 1, de Martinů, y la Sinfonía núm. 5, de Tchaikovsky, conformando un crisol estimulante y variado, que aboca al intérprete a una atención y versatilidad extremas. Este era el reto que acometían Lintu y su Orquesta Sinfónica de la Radio Finlandesa, en colaboración con, sin duda, una de las mejores chelistas de los últimos tiempos: Sol Gabetta.
Sobre el escenario del Auditorio se presentaron la muy fiable Philharmonia Orchestra con el talento musical Karl-Heinz Steffens, que ha pasado de los atriles al podio de los más prestigiosos conjuntos. El joven pianista Sergei Redkin completaba el alineamiento para una velada excelsa.
La perfección se dice de muchas maneras. Y, si de música se trata, la London Symphony Orchestra constituye una apuesta genuinamente segura -tuvimos la fortuna de comprobarlo en Madrid a comienzos de temporada-. De un modo especial, es preciso señalar, en aquellos programas que propician la colaboración de partenaires -ya sea en el podio, ya sea en los roles solistas- condignos, que correspondan sin fricción a la entidad del llamado.
Nunca se ponderará justamente la posibilidad de asistir a un concierto de Grigory Sokolov. Su figura, ya suficientemente egregia en virtud del patente y excepcional talento al teclado (probablemente el mayor de su época), encuentra en la mitomanía un compañero de viaje tan frecuente como incomprensible.
Un concierto de Mahler sigue siendo capaz de atraer personas de todas las edades y lugares. Algunos, en un impulso pasional, llegan a comprar billetes de avión y se desplazan a otros países para escuchar en directo la Sinfonía de los Mil, la Quinta, la Novena. Quizás más que ninguna, la Resurrección.
La escala madrileña de la gira comandada por Perianes y Heras-Casado auspició una iluminación polisémica. No se trató únicamente de redescubrir y pensar las “zonas oscuras” de la historiografía musical, sino que también, y en ello radica lo primordial, el ejercicio constituyó un fin en sí mismo.
François-Xavier Roth auspiciado por primera vez por Ibermúsica se presentó al frente de la Gürzenich-Orchester Köln, les acompañó el pianista Benjamin Grosvenor en el segundo concierto de Beethoven, el programa se completó con Livre de courdes de Boulez y el Concierto para orquesta de Bartók.
Al socaire de lo presenciado en la Sala de Cámara, tres danzas afganas, cantos tradicionales sirios, el Rotundellus de las Cantigas de Alfonso X ‘El Sabio’ o los fragmentos amorosos de Majnún y Layla, el ánimo, ciertamente, queda sereno, reconciliado, más pronto a la escucha (a la lectura) que al discurso.
Resultaría vano enumerar los elogios por insuficientes, así como resaltar a una sección por encima de las demás. La London Philharmonic fue un todo vibrante, una fuerza sobrehumana que supo condensar la emoción de una vida en cuatro movimientos.
Grimaud brilló en el Andante con moto, donde asistimos a la gradual fragmentación de la célula inicial, siempre bien arropada por maderas y, especialmente, una maravillosa sección de violas. Por último, el Rondo vivace desprendió energía y confirmó la compenetración entre el discurso pianístico y la Philharmonia.
La gracilidad y una interacción perfecta coparon la partitura rusa, de una factura primorosa y que preludia, merced a su naturaleza misteriosa y sutil, páginas como el ballet Raymonda, de Alexander Glazunov. La reaparición de Baldocci también fue pretexto para intercambiar los instrumentos: un gesto que funciona como el correlato de la buena comunicación y una desenvoltura absoluta.
Hay que destacar el cuidado inicial (y prolongado durante el resto de la lectura) al servicio del contraste; la cuerda se desenvolvió resuelta en este amplio rango propuesto por Mena, brillando con especial tino en los pasajes intermedios.
Existen pocas maneras más ilustres de despedir el año que con un programa conformado íntegramente por obras de Mozart. Pudimos corroborarlo a propósito del talento descollante de Beatrice Rana en colaboración con su compatriota, el avezado Gianandrea Noseda, y la Orquesta de Cadaqués.
Los figurines y la escenografía austera de Stewart Laing se contrastan con el ensueño, resuelto de forma notable por Stephen Costello en una maravillosa Che gelida manina, y la réplica, ascendente pero no menos cautivadora, de Anita Hartig