La luminosidad de la vida suele regresar en ese último momento que es el terminal adiós, o al menos en algunas transcripciones musicales. Y tocando este ciclo temático a su fin, dedicado a la transgresión de la muerte, L’Auditori ejemplifica este instante tan escrito, poetizado y musicado en una programación de tres obras capitales, con sus diversas miradas del tránsito vital, unidas y contrapuestas para hacer frente al final de los finales.
Con L’Ascension. Quatre méditations symphoniques pur orchestre de Messiaen se inició un recorrido marcado por la presencia de Ludovic Morlot dirigiendo una orquesta equilibrada y de lectura tendiendo a la expresividad de la partitura. Este viaje de lo terrenal a lo celestial prestó dedicación al tratamiento tímbrico, donde la riqueza armónica y el lenguaje casi críptico fue de menos a más. Morlot introdujo a una Orquestra Simfònica de Barcelona protagonista en los metales, con una entonación y una lírica luminosa; desarrollando los movimientos hacia la construcción de una atmósfera solemne, donde las maderas jugaban con los cromatismos y los ritmos. En la única parte conjunta de la orquesta, los tonos jubilosos enfatizaron la visión contemplativa y rompieron algo el hieratismo de los metales; se inició un final colorista con relevancia en las cuerdas, transitando a un cuarto movimiento con una larga melodía que la conducción de Morlot estiró, jugando con las disociaciones rítmicas y los cromatismos inclinados a la serenidad.
Tod und Verklärung se inició con cierta rigidez; con unas cuerdas sólidas, el discurso fue ampliándose en expresión y ganando en progresión orquestal. Morlot mantuvo las primeras pulsiones mezcladas con los motivos más dulces de los vientos, para entrar de lleno en los temas y sus descensos cromáticos, recayendo la importancia en los metales. Entre subidas y bajadas, la recapitulación de los temas fueron más expansivos, consiguiendo la tensión dramática straussiana que iba del fortissimo al pianissimo. La ascensión orquestal en el último crescendo consiguió recrear una atmósfera de redención con las maderas y cuerdas, rematando con arpegios dados por las arpas, y logrando que la última sección de la obra fuese la más consolidada en ejecución.
Finalizando el programa, el Concierto para violín de Beethoven fue la consagración de un ideario que definitivamente apostaba por la brillantez y la diafanidad. La energía melódica del conjunto estuvo presente en los tres movimientos; las exposición fue de ritmo pausado y con reiteraciones con florituras y adornos. La dirección apuntó al contraste entre la solidez de los bloques orquestales y la fluidez de la solista, Alina Ibragimova, quien se llevó toda la admiración de la sala. La soltura y el brillo fueron las dos bases de su ejecución; comienzo de amplia exposición, con arranque enérgico y ritmos extensos, presentó a una Ibragimova con solidez, ágil y brillante, con una técnica y un sentido lírico que prolongó un tour de force versátil de principio a fin. La modulación del solo del violín se desplazaba, reiterando los temas y sus variaciones, entre la tersura y la brusquedad orquestal que iba dibujando un carácter tranquilo y amplio. La participación de los vientos reforzó el diálogo entre violín y orquesta, destacando la solista con los timbales, en el que la belleza y la simplicidad fueron características del desarrollo. Un tratamiento de los ritmos persistentes y desenfadados de Morlot concluyeron un final arpegiado y con dobletes de pasajes con mayor trascendencia por una conclusión orquestal intensa y dinámica.
La OBC, Ibragimova y Morlot reprodujeron con belleza y lucidez estas definiciones de la muerte, recreando lo melódico y atmosférico de aquellos que pensaron primero, y pusieron música, a aquello de mirar a la muerte a la cara.