Calixto Bieito celebró su 25º aniversario en la escena liceista con un Guilio Cesare que quiso dedicar a esos iniciales 2000, presentándose en el teatro catalán como el nuevo enfant terrible de la era escenográfica con su Un ballo in maschera. Algunos lo recordarán. A él y a sus famosos retretes. Por aquellos tiempos y por su lenguaje escénico sin recato, le llovió de todo; su radicalidad en lo obsceno y provocativo marcó un antes y un después en la dramaturgia operística, convirtiéndose con pleno derecho en uno de los epicentros más codiciados por las producciones de los distintos teatros del mundo. Bieito gobernó los escenarios durante años y logró tanto sorprender como asquear al público a base de una narrativa poco dada al pudor y a la dialéctica, pero de fondo: el sexo y la violencia explícita fueron su arco y flecha en el escenario, logrando tanto ovaciones como abucheos. Grandes años, aquellos, en los que todavía el hostigamiento de la razón y la crítica avispada tenían una razón per se. Hoy, Bieito ha regresado con sus retretes al Gran Teatre del Liceu –esta vez de oro y mirando frente a frente a ese público que le maldijo en su momento– para recordar que ha sobrevivido al paso del tiempo y a los juicios, de los cuáles se sentenciaron dos máximas indiscutibles. La primera: su gobierno planteó una innovación única con lenguaje de autor, y la segunda: que ese mismo gobierno puede estar tanteando su fin.

Julie Fuchs (Cleopatra) y Xavier Sabata (Giulio Cesare) © David Ruano | Gran Teatre del Liceu
Julie Fuchs (Cleopatra) y Xavier Sabata (Giulio Cesare)
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Guilio Cesare contó no solamente con el directivo burgalés, sino que la batuta la dirigía un emblemático William Christie, con foso historicista y lectura filológica, quien salva la producción. Y es que mostrar el lado oscuro de este drama histórico, envuelto de personajes que se entretejen en la ambición, el poder y la codicia en una caja metálica que se antoja plataforma, escenario y pantalla –con una luz de Michael Bauer que torturaba las corneas del público– según gustos y necesidades técnicas, liberada de cualquier razón de ser por su contextualización ‘genérica y atemporal’ en el espacio de Rebecca Ringst, hace que la propuesta pierda sentido. Bieito usa (sus) recursos libres en un retrato de la super-banalidad de la jet set, en un catálogo extenso de virtudes y vergüenzas de la condición humana que recrea cada uno de los personajes para prevalecer su poder: algunos mediante el sexo, otros mediante la violencia, y algunos intentándolo mediante la compasión. Pero sin potenciar más planteamiento que el de mostrarlos sumergidos en un lujo chandalero, entre tumbonas y caipiriñas que ya recordamos de telones pasados. Antojándose poco interesante, paradójicamente, se convierte en algo mainstream, visto y reconocido en otros momentos (mucho más memorables para Bieito) y no acentúa una dramaturgia que eleve a los personajes, si no que más bien los acaba estorbando, entre otras cosas, restringiéndoles la potencialidad de sus voces. El verdadero espectáculo, pues, se dio en el foso.

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Alberto Míguelez Rouco (Nemorino), Xavier Sabata, Julie Fuchs y músicos de Les Arts Florissants
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

Christie dirigió una orquesta que, a pesar de poseer más integrantes de Les Arts Florissants que de la plantilla liceísta, demostró un ejercicio riguroso en lo melódico y expresivo. Los instrumentos históricos lograron un sonido flexible, atento a los detalles dramáticos y de fraseo elegante; el dinamismo logrado por el conjunto no codiciaba grandes efectos, si no más bien la ligereza y flexibilidad de la escritura de Händel con un diapasón de época (motivo por el que la afinación de algunos protagonistas del repertorio se vieron afectados). La dimensión dramática de esta ópera barroca desplegó una lectura pomposa y repleta de destrezas, capturando los ornamentos, armonías y suspensiones melódicas.

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Escena de Giulio Cesare en el Liceu
© David Ruano | Gran Teatre del Liceu

El ritmo lo siguió un reparto que demostró lo mejor de sus virtudes entre altos y bajos. Xavier Sabata recreó un Guilio Cesare diestro, defendiéndose en un tono por debajo de lo que debería por la aproximación histórica de la obra, perdiendo cierta notoriedad en su registro y notándose más macizo en la lectura, aunque sin perder la elegancia interpretativa. Cleopatra fue dada en vida por una Julie Fuchs que se convirtió en lo más destacable; especialmente llamativa en escena, los recursos musicales entremezclando la coquetería y la impotencia, hacían de su lirismo una de las actuaciones más destacables. Cameron Shahbazi como Tolomeo fue correcto en el ejercicio, aunque con cierta contención en escena, contra-balanceada por la presencia de José Antonio López como Achilla, papel que se mereció que fuese más largo en la obra también por el despliegue vocal. Teresa Iervolino y Helen Charlston estuvieron poco constantes, con ciertos problemas dramatúrgicos (por una inentendible relación maternofilial con tintes eróticos) y por unas voces que fueron a menos.

El estreno de Giulio Cesare supuso un éxito musical por la respuesta en ovación al trabajo de William Christie y sus intérpretes, evidenciando, quizás, la falta de rigor escenográfico a una propuesta que podría haber sido mucho más.

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