La Franz Schubert Filharmonia ofreció un concierto bisagra en su calendario que tanto cerraba la temporada 2024-25 en el Palau de la Música Catalana como abría la siguiente en la que la formación dirigida por Tomàs Grau celebrará 20 años de actividad. Lo hizo con las constantes que han definido sus últimos años: una apuesta por la calidad interpretativa, una solista de altísimo nivel, un programa con obras del canon del repertorio y una asistencia que llenó la sala modernista catalana con un público de perfil diverso en edad y procedencia con abundantes turistas. En este sentido, se reafirman las hábiles directrices en la gestión del Palau para albergar distintos ciclos sinfónicos con buenos resultados de taquilla.

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Tomàs Grau al frente de la Franz Schubert Filharmonia
© Martí E. Berenguer

En esta ocasión, el gancho lo proporcionaba un clásico infalible como la Sinfonía núm. 5 de Beethoven que, a grandes rasgos, sonó con un estándar sonoro y discursivo correcto, de cierta frescura, bastante expositiva, dentro de unos tiempos moderados sin la terribilità de impacto a que el imaginario suele asociarla, con excelentes intervenciones solistas (particularmente de las maderas) y la cuerda, y con un finale medido –sin la repetición de la exposición– en el que no hubo sorpresas pero sí un éxito del público que se volcó en la previsible ovación final laudatoria. Ello propició la insistente petición de un bis que el director y la orquesta no tenían preparado. Toque de atención: un concierto con este simbolismo siempre ha de tener un as en la manga. Grau se vio obligado a repetir parte del primer movimiento, en concreto desde la entrada al desarrollo y que sonó con mayor enjundía, tensión que durante el concierto.

Y es que lo excepcional del concierto aconteció en la primera parte, con la violinista Lisa Batiashvili en el Concierto para violín núm. 5, K219 de Mozart. Acompañada con gran sensibilidad por la Franz Schubert Filharmonia, la artista georgiana propuso una lectura marcada por la riqueza de matices, la atención al detalle y un notable sentido dramático en el que la voz solista emergía como una especie de prima donna del arte del canto. Desde el primer movimiento se adivinaba un planteamiento expresivo en continua expansión, donde la claridad formal no estaba reñida con un fraseo elástico y una energía siempre controlada que captó la atención con unos piani soberbios.

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Lisa Batiashvili y Tomàs Grau
© Martí E. Berenguer

Uno de los elementos más llamativos de la interpretación fue el uso de cadencias compuestas expresamente para esta ocasión por un joven de apenas quince años, Tsotne Zedginidze, alumno becado por la Fundación Lisa Batiashvili, dedicada a promover el talento emergente en Georgia. El resultado fue un Mozart vívido y comunicativo, tocado con un vibrato muy presente y calibrando la acústica de la sala y un magnifico fraseo en el movimiento lento en una versión deslumbrante que conquistó al público desde los primeros compases y que recibió una calurosa ovación. Como colofón fuera de programa, Batiashvili quiso rendir un homenaje personal a Alfred Brendel, fallecido pocas horas antes del concierto. Afortunadamente no lo hizo con Bach, Paganini u otros estudios técnicos, sino con una pieza muy popular pero escasamente ofrecida en recitales como la Méditation de Thaïs de Massenet. Sencillamente sublime.

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