Mimbres de lujo para el tercer programa de abono de la Orquesta Sinfónica de Galicia. Bajo la batuta de Anja Bihlmaier y el referencial y ya habitual en las temporadas de la orquesta, Sergey Khachatryan, se dio vida a un programa que rozó el lleno total y que fue un claro reflejo de lo que el público anhela: las grandes obras del repertorio clásico-romántico. Es reconfortante palpar esta sintonía entre el público y la programación de la orquesta, la cual, por otra parte, está en la misma línea que la de las grandes orquestas españolas y europeas.

Anja Bilhmaier © Marco Borggreve
Anja Bilhmaier
© Marco Borggreve

Parece difícil imaginar que una obra tan interpretada como el Concierto para violín de Brahms pueda ofrecer nuevas perspectivas, y sin embargo, para sorpresa de propios y extraños, el enfoque de Bihlmaier fue renovador, muy especialmente en un subyugante Allegro non troppo inicial. La directora alemana optó por un tempo inusitadamente dilatado sobre el que construyó una interpretación evocadora e introspectiva. En vez de la habitual concepción, grandilocuente y académica, disfrutamos de una serenata que nos trasladó al lado más íntimo y sincero del compositor. Es difícil encontrar un enfoque interpretativo de esta naturaleza incluso en la discografía (la visión más próxima que podría citar es la de Carlo Maria Giulini). Los músicos de la OSG respondieron a la perfección dando vida a un poético contrapunto orquestal con excelentes maderas y cuerdas.

Khachatryan brilló por su técnica depuradísima y su emotiva expresión, fusionando a la perfección su visión artística con la singular interpretación de Bihlmaier. No era una misión fácil en absoluto, pero el violinista armenio dio una cátedra de ductilidad, apoyándose en todo momento en un sonido poderoso y lleno de calor, reforzado por su excepcional manejo del vibrato. En el Adagio, fue clave su arco milagroso que le permitió explorar un amplio rango dinámico, desde susurros casi inaudibles hasta apasionados crescendi que llenaron la difícil sala coruñesa. Hubo conexión íntima con la orquesta, muy especialmente con las maderas lideradas por el oboe de David Villa y la flauta de Claudia Walker. El Allegro giocoso, abordado con la máxima vivacidad y forma efusiva, marcó un contraste ideal. Khachatryan manejó las rápidas escalas y los arpegios con agilidad y precisión, pero siempre primando el carácter danzable de la música. Tanto las cadencias del concierto como la propina, el Lento de la Sonata núm. 4 de Ysaÿe, demostraron que su capacidad técnica está a la altura de los más grandes violinistas de la actualidad.

La Quinta entre las quintas, una vez más captó y arrastró la atención desde el mismísimo motivo del "destino". La dirección de Bihlmaier fue nuevamente muy personal, optando por una versión en la que la energía arrolladora fue la protagonista indiscutible, dejando en un segundo plano la retórica tradicional. En el contexto de un Allegro con brio casi implacable, los contrastes dinámicos estuvieron cuidadosamente calibrados, aportando a la obra un sentido de urgencia y tensión continua. Sólo en las transiciones se permitió Bihlmaier detener el tiempo, pero estos respiros no ralentizaron la energía, sino que la acentuaron, creando una sensación de inminencia constante. La OSG, impecable en todas las secciones, empatizó plenamente con la dirección, demostrando cómo una orquesta puede aún sorprender con una pieza tan familiar.

Magnífico concierto que no solo fue un tributo a dos grandes compositores, sino también una muestra de cómo el público sigue respondiendo con entusiasmo a las grandes obras del repertorio, de la misma manera que los visitantes del Museo del Prado se dirigen instintivamente hacia las salas que albergan a Velázquez o El Greco. Tanto en pintura como en música es necesaria una reconexión con las obras maestras que forman la columna vertebral de la cultura occidental.

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