La temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia ha llegado a su fin con otro gran monumento del repertorio sinfónico. Si algo ha definido este curso ha sido su ambición artística: desde la Alpina de Strauss hasta la Leningrado de Shostakóvich, pasando por emblemáticas sinfonías de Mahler. ¿Qué mejor broche a esta etapa que la Octava sinfonía de Anton Bruckner? La más extensa de su catálogo, probablemente la más ambiciosa, pero también la más humana; una creación en la que Bruckner deja a un lado el pathos religioso y se muestra cercano, vulnerable, casi tangible en su humanidad.
Giancarlo Guerrero firmó una dirección precisa y contundente que constituyó uno de los pilares del éxito de la noche. Los frutos de su relación con la OSG como director invitado se muestran en cada una de sus visitas. Su admirable versatilidad le permite manejar con idéntico aplomo programas de marcado acento latino o repertorios centroeuropeos. Por más que su origen caribeño pudiese sugerir otras afinidades, su Strauss, Mahler y ahora Bruckner son asombrosamente idiomáticos. Guerrero abordó la obra de memoria, con seguridad y convicción, construyendo una versión sólida que rehuyó de la retórica y que apostó por la exposición clara y sin artificios del material musical.
Un Bruckner objetivo, directo, incluso en ocasiones descarnado como ya se hizo evidente en pasajes del primer gran bloque, el Allegro moderato, como son el tremendo estallido orquestal tras la introducción de las fanfarrias, la superposición de líneas en las escalas descendentes de los metales frente a la cuerda en el desarrollo, o el violento clímax de la recapitulación que precede a la coda, donde la crudeza del timbre sustituyó a cualquier tentación mística. Una lectura analítica, pero no por ello carente de tensión. La amplitud dinámica fue explotada al máximo por Guerrero, llevando el Palacio de la Ópera a sus límites acústicos. Por una vez, el espacio respondió: el sonido llenó por completo la sala, sin saturaciones, con un equilibrio admirable.
Una parte crucial del mérito estuvo, sin duda, en el extraordinario trabajo de la orquesta. Los metales, reforzados como pocas noches, no por ello dejaron de ofrecer un nivel de cohesión y brillo difícil de igualar; pero también las maderas tuvieron un papel protagonista, reveladoras de texturas que a menudo pasan desapercibidas en el maremágnum bruckneriano. Las cuerdas volvieron a brillar con un sonido preciosista, elaborado, a la altura de las mejores tradiciones centroeuropeas. La decisión de dividir los violines en disposición antifonal fue especialmente acertada, pues realzó al máximo el diálogo entre ambas secciones. Además, permitió que los segundos —siempre en segundo plano— ocupasen una presencia física y acústica más evidente. Más discutible resultó la ubicación de las trompetas al fondo a la derecha, pues su posición resultó acústicamente desfavorable, quedando relegadas en presencia sonora respecto al metal grave.
Tras el viaje épico, emocional y estructuralmente sólido del Allegro, el Scherzo, compacto, mecánico, lleno de empuje, mantuvo la cohesión sin caer en la rigidez. Fue el Adagio —corazón emocional de la sinfonía— el que generó más debate. El enfoque intelectual de Guerrero, por momentos, resultó frío. No llegó a explorar del todo los intersticios de intensa emoción que este movimiento exige. El Finale, por su parte, sonó quizás excesivamente medido: delineado con precisión casi geométrica, pero sin terminar de adquirir la narrativa que exige su carácter apoteósico. Momentos como la reexposición del tema heroico en los metales, el extenso pasaje fugado que prepara el clímax final, o el solemne coral de las maderas que antecede al desenlace, fueron trazados con nitidez, pero sin alcanzar del todo la carga expresiva y la arquitectura emocional que podrían haber elevado el movimiento a un nivel verdaderamente trascendente. Disfrutamos, en cualquier caso, una interpretación de nivel altísimo, con una orquesta en estado de gracia y una dirección que aportó solidez y claridad. Un final sobresaliente para una temporada que ha dejado momentos memorables.
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