Fundada, entre otros, por el gran Yehudi Menuhin y dirigida artísticamente hasta su fallecimiento por el no menos grande Krysztof Penderecki, la Sinfonia Varsovia se presentó en la 41 edición del Festival de Música de Canarias. Este conjunto de reconocido prestigio vino acompañado por Pinchas Zukerman, uno de los grandes nombres de su generación, quien ejercía la doble función de violín solista y director.

El interesantísimo programa que presentaron, tanto en el Auditorio de Tenerife como al al día siguiente en el Alfredo Kraus, comenzó con la Chacona del Requiem polaco, compuesta en 2005 por Penderecki en homenaje al papa Juan Pablo II. Tiene una estructura formal en su esquema habitual de desarrollo armónico dominado por una melodía repetida sin solución de continuidad, de gran impacto sonoro y cautivadora y melancólica belleza. La pieza fue ejecutada por las cuerdas de la orquesta sin director, lo que da fe de su conocimiento de la obra, logrando transmitirla con la fuerza que requiere la obra en orden a su emotividad y evocadora inspiración.
Culminó la primera parte del programa con el Concierto para violín núm. 5 de Mozart con Zukerman como solista. Este polifacético y virtuoso intérprete muestra una magnífica solvencia técnica y una facilidad pasmosas. El Allegro aperto-Adagio con el que se inicia el concierto se acometió con un ritmo más lento de lo habitual, lo que por otra parte contribuyó a resaltar las bellísimas melodías que lo comprenden, resaltadas sabiamente por el violín solista. Del siguiente Adagio procede resaltar la delicadeza y ralentización de los tempi, siempre alejados de la monotonía, y que dieron un aire casi romántico a la interpretación ofrecida. En cambio, el Rondo final desplegó una oportuna vivacidad y pronunciados staccati que, reseñados por el a la vez solista y director, derivaron en la redonda versión ofrecida, sin alardes, pero de gran belleza y refinamiento. Fue este un magnífico comienzo con dos obras distantes en el tiempo y en la forma, pero de enorme belleza y excelencia artística.
La segunda parte la ocupó la Sinfonía núm. 7 de Beethoven. “Apoteosis de la danza” según Berlioz u “obra de un loco” según otros críticos menos generosos, fueron algunos de los comentarios en relación a este monumento musical del genio de Bonn. El desarrollo de los habituales cuatro movimientos, con Zukerman empuñando la batuta, constituyó un claro logro de una orquesta ahora más nutrida de miembros. Supieron conjugar el efectismo armónico del inicio, la sensibilidad melódica de su famoso Allegretto, la vivacidad del tercer movimiento y la brillantez y espectacularidad de su final en la mayor. A lo que cooperó la impagable contribución de los vientos y, sobre todo, la participación e incidencia del maestro de los timbales, firme y seguro en sus arriesgadas y continuas intervenciones. No cabe reseñar fisura alguna en una académica versión. Las modulaciones sonoras y los matices que exigen esta obra fueron servidas con evidente solvencia y excelencia por la Sinfonia Varsovia, que, en conjunto, ofreció un evento de enorme calidad. El ensalzamiento de las tres obras ofrecidas hicieron casi breve el programa presentado, aderezado con la presencia del solista, que sin duda dejará una huella imborrable en estos escenarios.