El Concierto para violín y orquesta, Op.53, de A. Dvořák, ha encontrado en la figura de Julia Fischer a una de sus mayores valedoras contemporáneas. Resultan casi proverbiales la dificultad de la partitura (que, no obstante, contó durante su elaboración con la supervisión de Joseph Joachim) y su posición escorada en lo que al repertorio conformado por los más celebrados conciertos para violín se refiere: ocupando un lugar secundario con respecto a las habituales cimas del género, no es frecuente su interpretación en los auditorios ni tampoco en los estudios de grabación. Pero ninguna de estas dos circunstancias ha sido óbice para que la violinista (y pianista) alemana haya mostrado en numerosas ocasiones (tanto en formato discográfico como mediante la versión en vivo) las no siempre reconocidas ni evidentes virtudes de la composición dvořákiana.
Lo cierto es que asistir en directo al recital que anoche atestiguó la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional proporciona certezas a propósito de lo feliz que todavía sigue probando ser la unión de Fischer con la página mencionada. Tras un tempestuoso inicio, en el que la Bamberger Symphoniker dejó entrever que su sincronía con la comprensión del texto musical por parte de Hrůša sería más aproximada que exacta (únicamente en lo que atañe al primer capítulo de la velada, y a pesar de lo cual, es justo apostillar, la zozobra se limitó a una serie de anacrusas y otros desajustes menores), los acordes del instrumento solista emergieron con dos cualidades que recorrieron cada uno de los compases ulteriores: claridad y distinción.
En efecto, la multitud de dobles cuerdas que pueblan el pentagrama de la pieza de Dvořák fue ejecutada por Fischer con idéntica solvencia desde el Allegro ma non troppo hasta el Allegro giocoso ma non troppo. Y esta precisión se trasladó a prácticamente todas las demás decisiones tomadas en cada uno de los tres movimientos del concierto. Los armónicos de las notas más agudas coronaron los arpegios con un tono límpido y libre, que resonaba durante varios segundos antes de desvanecerse en el aire y en la música subsiguiente, confundiéndose con un acompañamiento orquestal que supo responder a las propuestas de Fischer. Cabe destacar asimismo el amplio catálogo de golpes de arco que prestó articulación a las diferentes exigencias de la escritura violinística de Dvořák, permanentemente acompañado aquel de movimientos corporales que contagiaron al resto de atriles con la correspondiente implicación, y que desterró cualquier duda a propósito de la tensión que la virtuosa alemana es, hoy igual que ayer, capaz de imprimir a una obra que en sus manos parece ameritar mejor consideración por parte programadores, músicos y oyentes. La propina, el Capricho núm. 17 de Paganini, constituyó una prolongación de las buenas maneras exhibidas hasta entonces, y granjeó una ovación tan unánime como justa.
Después del intermedio, la presencia de Fischer continuó emanando carisma y prendiendo con su aura lo que transcurría sobre el escenario: acomodada entre los violines primeros, desgranó junto a los integrantes de la Bamberger una Sinfonía núm. 1 de Brahms que, esta vez sí, fue liderada por Hrůša con acierto transmutado en control y viveza. Abundaron los detalles de calidad, que se concentraron con especial coturno en la sección de viento madera (espléndidos los solos de Andante sostenuto) y en una pujante cuerda (donde quienes brillaron con más intensidad fueron las sugerentes violas y los enérgicos contrabajos). Y todo ello sin menoscabo del correcto desempeño de timbales en el comienzo del Un poco sostenuto inaugural y en el cuarto movimiento, y sin que se olvide tampoco la notable actuación de metales en el conjunto de la obra (conviene subrayar los cuidados finales de frase por parte de trompas a este respecto). La formación de Bamberg, espoleada por su director titular checo con pericia en la totalidad del transcurso de esta segunda mitad, confirmó, en definitiva, la línea ascendente que viene trazando en los últimos años: una trayectoria que, sin duda, ve incrementado el fruto cuando cuenta con colaboraciones de la talla de Fischer. No otra cosa pudo comprobarse en lo que supuso su más reciente visita a nuestra ciudad.