Podría parafrasear las palabras iniciales de “Personas y animales en una fiesta de bautizo”, el magistral ensayo de Rafael Sánchez Ferlosio, para expresar lo que sentí durante el concierto de los Wiener Sängerknaben. Y no estoy pensando tanto en su inmaculado atuendo (que, en el caso de ser tomado como clave de lectura, evocaría un sacramento diferente), sino en la excéntrica presentación que de sus pupilos hizo Manolo Cagnin, director y a la sazón acompañante al teclado de la formación austriaca. Con un tono marcadamente enfático, asimilable a esa extraña zona gris que separa al speaker deportivo del vendedor ambulante, se recordó al público, desde el comienzo y hasta el final, con incombustible animosidad desaforada (rozando la elocutio del talent-show televisivo), que nos encontrábamos ante una suerte de acontecimiento extraordinario (independientemente de la inclusión o no del evento en el abono en cuestión): “los Niños Cantores de Viena” sonaba en la boca del músico italiano a “las acrobacias más complicadas del mundo”, “el espectáculo más peligroso del mundo” o similares excesos publicitarios tributados a un fenómeno susceptible de competir por alguna clase de récord Guinness. Estos aspavientos fueron si cabe más molestos cuando, a medida que avanzaba el recital, creí justo conceder mayor probabilidad de acierto a la hipótesis de que tales gestos pretendían compensar escénicamente una interpretación al piano insatisfactoria, plagada de notas falsas y con una dinámica y fraseo toscos, inoportunamente protagónicos y que en sus mayores alardes poco pudieron ayudar a las subordinadas voces blancas, que, por lo demás, cantaron correctamente y de memoria, aunque, precisamente debido a las tan engrandecidas como innecesarias expectativas mencionadas, causaron una impresión inferior a la que seguramente merecían.

El coro de voces blancas Niños Cantores de Viena (Wiener Sängerknaben)
© Lukas Beck

Tengo que decir también que la letra de los discursos de Cagnin, si exceptuamos sus bromas finales con motivo de las propinas, se atuvo en todo momento a las fórmulas protocolarias (aunque su pronunciación pareciera perseguir efectos muy distintos), pero un análisis de ésta puede arrojar elementos de juicio suplementarios que invitan a instalarse definitivamente en la perplejidad (de hecho, dejando a un lado aquella máxima que recomienda no subrayar lo que resulta por sus propias características evidente, como la sobresaliente calidad musical de los Niños Cantores, es este otro aspecto, relativo a lo que se oculta tras la literalidad de lo dicho, el que acaso merezca más atención). En este sentido, después de una ortopédica loa institucional en los prolegómenos, y bajo el pretexto o el deseo de destacar la “dimensión individual” del conjunto, Cagnin hizo circular un micrófono entre los disciplinados mancebos para que el auditorio pudiese escuchar (que no siempre entender) sus nombres, los cuales sin embargo no figuraban, como sí es costumbre de las series Arriaga y Barbieri que lo hagan, en los programas de mano; pero daba la impresión de que el objetivo fundamental consistía en que los equipos de amplificación de la Sala Sinfónica diesen a conocer los diversos países de origen de los Wiener Sängerknaben. Porque no, no son todos los Niños Cantores de Viena, ni siquiera de Austria, a pesar de la correspondiente insistencia en la denominación de la organización privada… Por último, quiero hacer alusión a una segunda anomalía, que podría, de haberse conducido por un cauce alternativo, justificar parcialmente el contenido de los comentarios de Cagnin: la ausencia de notas al programa. El rótulo de la cita era “El mar Mediterráneo”, una fórmula que apunta en la dirección de múltiples manifestaciones culturales, desde el glorioso film de Jean-Daniel Pollet hasta la canción de Joan Manuel Serrat. Pero el auténtico referente o sentido hay que localizarlo en el ya aludido multiculturalismo (que, es conveniente aclarar, había sido representado previamente a través de la notable colaboración con los asimismo encomiables Pequeños Cantores de la JORCAM, aunque Cagnin, que se deshizo públicamente en elogios hacia su directora, Ana González, tuvo que consultar en un papel el nombre del coro madrileño, lo que sin duda rebajó ligeramente la temperatura de su calurosa bienvenida). Tras una primera parte (que fue, sin duda, lo mejor de la velada) sobre cuyo repertorio el membrete marítimo no arrojaría ninguna luz conceptual, encontramos en la segunda un confuso inventario: polkas de Josef Strauss, canciones folclóricas de Croacia, Grecia, Turquía y Argelia, una oración israelí, un himno maronita de Viernes Santo, el “O sole mio”… Y hasta una incursión en el acervo tuno: “Clavelitos”. Si lo que se buscaba era la vindicación de unas raíces comunes (o si únicamente se trataba de lograr una suficiente coherencia musical), lo cierto es que proyectos como Mare Nostrum, al cuidado de Jordi Savall, dejan en muy mal lugar el intento aparentemente emparentado que ahora se reseña. En definitiva: el canto de los niños quedó reducido a disimular errores de los que no son responsables.

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