Poco sorprende un lleno absoluto cuando regresa Beatrice Rana al Auditorio Nacional. Cabe preguntarse si esta observación se hubiera dado igual con otra figura solista, aun manteniendo a la orquesta y al director. A priori, el programa sugiere que sí, porque las dos piezas orquestales más aplaudidas de Debussy lo garantizan; y el concierto de Chaikovski (o mejor dicho sus primeros cinco minutos) gozan de una fama singular que atrae a la audiencia de todas partes. Sea como sea, merece la pena destacar que la acogida de este encuentro en particular le debe el mayor mérito a la pianista italiana y a su técnica sobrecogedora.
No obstante, tampoco parecía tener su mejor día. Un comienzo explosivo errado por las trompas desde el principio y una velocidad un tanto superada para lo que es de esperar de un Allegro non troppo, produjo una sensación acústica un tanto abrumadora y sobrecargada a lo que se unió un uso demasiado generoso del pedal de resonancia. Dificultosa, pues, la audición de la obra de Chaikovski, que ya lo es también por méritos propios más allá de sus compases más famosos. En cualquier caso, es necesario destacar que las dificultades técnicas y las exigencias rítmicas y contrastantes fueron solventadas con la soltura habitual de esta pianista: amplio sonido en las propuestas de acordes, contrastes dinámicos y expresivos y un intento notable por comunicarse con una orquesta que no generó un impacto especialmente llamativo. Al término del concierto, y sin escucharse un entusiasmo que lo propiciara realmente, Beatrice Rana ofreció una magnífica interpretación del Étude pour les huit doigts de Debussy, denotando una maestría rítmica y dinámica extraordinaria.
Con Debussy continuó el concierto en la segunda parte, con sus dos obras orquestales más representativas, el famoso Preludio a la siesta de un fauno, y el tríptico La mer. La orquesta de Radio France, comandada por el director finlandés Mikko Franck, no perfiló una de las mejores interpretaciones de estas obras singulares, que tantas veces han sonado en el Auditorio Nacional. Más bien dio la impresión de estar realizando una especie de trabajo rutinario con unas partituras que requieren, qué duda cabe, todo lo contrario. Simplemente tocar lo que está escrito respetando el tempo sin perderse no es suficiente para recrear estas dos auténticas obras de arte, que después de todo, es lo que son. Hay que preguntarse, en cualquier caso, cómo reacciona una orquesta cuando el propio director dirige grandes pasajes de espaldas a ella, centrándose en un único violín o en una única sección, una circunstancia que se dio en varias ocasiones.
En el contexto de esta descripción, ambas obras sonaron planas y rectas, bien medidas, pero ciertamente cuadradas, con poca sutileza y con descuidos notorios en las transiciones, que se presentaron abruptas y sin fineza. Como era de esperar, se proyectaron algunas notables intervenciones solistas, siendo la más sobresaliente la de la flauta, al comienzo del Preludio a la siesta del fauno. Al final, también sin rogarse demasiado, y como ya viene siendo una costumbre establecida entre los artistas, la propina resultó ser una pieza o canción tradicional, regional, en este caso de la tierra del director. Esta sí la dirigió con mayor intención, con una expresividad un tanto más llamativa y ampulosa; pero la propina orquestal, puesta al lado de las obras de Debussy, se perdió en el tiempo como lágrimas en la lluvia.