El lector aceptará como legítima y exenta de toda voluntad hagiográfica la afirmación de que Yefim Bronfman pertenece al no demasiado numeroso -por selecto y exigente- racimo de pianistas solistas contemporáneos que, habiéndose consagrado en la década de 1980, continúan en pleno estado de forma hoy, cuando el primer cuarto del siguiente siglo ya acaricia su final. Y en el caso que nos concierne, cabe apostillar que Bronfman lo hace, además, en múltiples sentidos: prolongando su colaboración con los conjuntos orquestales más prestigiosos del mundo, actuando en los escenarios de los mejores teatros y auditorios, asumiendo la interpretación de un repertorio tan variado como complejo y, por último pero no menos importante, llevando a cabo lo anterior con el mismo compromiso y una gran eficacia interpretativa.

Al socaire de todo ello, no resulta exagerado calificar al tecladista ruso -y ciudadano  estadounidense desde 1989- como veterano, siempre en aras de la justa aplicación de un término que, en su polisemia, remite a varios de los atributos que Bronfman viene esculpiendo con una dedicación no menor que su éxito desde hace más de 40 años. Así, no únicamente puede apelarse a esta experiencia, respaldada y labrada a través de una plétora de alianzas -irreproducible en el presente escrito por extensa-, sino que, de igual modo, es posible y conveniente echar mano de otro vocablo derivado de la raíz indoeuropea wet- y hermanado con el adjetivo latino vetus -del que, adviértase, provienen las ideas de veteranía y lo inveterado-, a saber: vitela.

La vitela, que refiere a la piel tersa, adobada y pulida cuyas condiciones propician la escritura o el trazado sobre su superficie -la técnica cristaliza en el ingenio del pergamino-, ofrece, a nuestro juicio, una imagen adecuada para entender lo que, mutatis mutandis, representa Bronfman en el circuito musical: su figura ejerce de medium -y no es arriesgado presumir que, en ciertas ocasiones, incluso también de médium- entre las composiciones que en cada concierto desgrana y el acto de lectura auditiva -o audiovisible, siguiendo la terminología del teórico francés Michel Chion- que lo primero suscita y sugiere al público. Y no se trata de cualquier grafía: el programa de anoche lo atestigua.

La velada comenzó con el género en que más refulge el corpus pianístico de Robert Schumann: la miniatura. Concretamente, Bronfman ejecutó -liberando al término de cualquier matiz mecánico y artificial- la Humoreske, Op.20, integrada por siete números de orfebrería armónica y que, inspirados en los motivos románticos de Jean Paul, ya preludian, merced a su contraste, la ironía que atravesará cincuenta años después la primera sinfonía de Gustav Mahler -en nuestro contexto, esta y otras relaciones similares han sido evidenciadas por Benet Casablancas en su recomendable estudio monográfico El humor en la música-. Si bien con eventuales -pero irrelevantes- notas falsas, el solista ruso dominó la partitura manifestando seguridad, fluidez y limpieza, así como brindando un resultado vivo y jocoso, que nunca incurrió en la arbitrariedad o el descuido.

También en las postrimerías del siglo XIX se gestó -aunque la publicación definitiva habría de acontecer algo más tarde, en 1905- la siguiente obra de nuestro itinerario, tan celebrada como meritoria: Suite bergamasque, de Claude Debussy. Pues bien, Bronfman respondió con un despliegue a la altura: sutileza en las decisiones agógicas, sobriedad gestual -qué flagrante contradicción se comete cuando el arte de vocación impresionista es acompañado con alharacas fatídicamente “expresivas”- y la búsqueda constante de la delicadeza precisa, lograda mediante un empleo primoroso del pedal. Así se alcanzó el intermedio: tras una exégesis prácticamente impoluta. En la segunda parte, Bronfman invistió de cuerpo y empaque a la monumental Sonata para piano en do menor, D.958, de Franz Schubert. Como es sabido, esta pieza demarca el inicio de la última etapa compositiva de su autor, en la que se dota a la forma sonata de una dimensión -también debido a connotaciones que rebasan el mero análisis ad intra- inédita hasta el momento. Se trata de un estilo que, merced a la elaboración de las series de acordes, y de una manera análoga a la impresión sonora que emerge de los trabajos sinfónicos de Brahms -por traer a colación otro nombre egregio-, plantea el reto de una densidad diáfana, de una solidez y gravedad límpidas, cuando no de un manejo del tempo y la armonía que parece apuntar -y así lo constata el discurso historiográfico- hacia nuevas comprensiones del lenguaje musical. En síntesis, esta fue la mayor conquista de Yefim Bronfman, que aún se prodigó por partida doble con propinas de Scarlatti -Sonata en do menor K11- y Chopin -Estudio en do menor, Op.10 nº 12-, cerrando su cita en la serie Arriaga de Ibermúsica con la misma tónica que recorrió el resto del concierto: una combinación equilibrada de su veteranía y rigor.

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