Entre el misterio y la jovialidad se tendía la línea que atravesaba este programa, con el que Ton Koopman volvía a Madrid, como si efectivamente esas dos caras se complementaran y la misión del director fuera la de vislumbrar el diseño que resuelve esa incertidumbre y alcanza la luz. Un programa diverso, pero no demasiado, dado que se encontraba en el perímetro, aunque en el límite, de lo clásico, siendo Schubert un compositor que se presta a ser interpretado desde distintas perspectivas. A su vez estaba rodeado de dos compositores barrocos como Rebel y, por supuesto tratándose de Koopman, Bach.
En primer lugar es destacable haber podido escuchar Le chaos de Les Éléments de Rebel, a menos de una semana de la ejecución de Jordi Savall. La lectura de Koopman requirió de un orgánico abundante, con un sonido de abundante resonancias y especialmente balanceado hacia el bajo. Lejos de suscitar una sensación de indeterminación, como si ese caos fuera algo atemporal, esta versión pareció decantarse por un caos magmático, un gran estruendo del que surge la energía de la vida. El desarrollo hasta la tonalidad mayor fue interesante, desgranando con pericia las texturas y estructurando sólidamente los motivos recurrentes.
En cuanto a Schubert, nos sorprendió inicialmente la composición del orgánico en la cuerda: mientras que violines y violas aumentaron considerablemente pasando en su conjunto de 16 a 24, en la cuerda grave, Koopman añadió solo un cuarto violonchelo, dejando 2 contrabajos como con Rebel. Esto dio lugar a un sonido algo pobre, en particular en el primer movimiento, donde a la enunciación de esa intrigante melodía le faltó cuerpo y robustez. Koopman fue muy expresivo en el empleo de las dinámicas y también atento a resaltar la inventiva melódica del compositor austriaco con los correctos acentos e inflexiones, también favorecido por los tiempos más bien sosegados. Sin embargo, en los momentos de tutti, el empaste se percibió algo desequilibrado, a favor del registro alto, demasiado abierto y luminoso diría, sin el contracanto de esa línea de bajo que vertebra toda la pieza. El segundo movimiento no se vio tan afectado en este sentido, si bien es cierto que faltó algo de ligereza, resultando el ritmo ternario algo recargado y lastrado por un empaque muy robusto, algo que empero fue sin duda apreciable en lo tímbrico. Ciertamente no fue un Schubert amanerado, ya que Koopman dirigió desde el conocimiento y con concentración, pero tal vez algunas de las intenciones del director holandés no quedaron bien reflejadas.
Finalmente aguardaba la Cantata profana «Auf, schmetternde Töne der muntern Trompeten», BWV 207a, de Bach. Una cantata dedicada al rey Augusto III y que reciclaba materiales de otra cantata, la Vereinigte Zwietracht der wechselnden Saiten, que justamente lleva el número de catálogo BWV207. Es música de celebración, jovial y radiante, como el propio Koopman acostumbra a ser, que requiere un buen empleo instrumental, los solistas y el coro, que se colocó justo detrás de la orquesta, pero no en sus habituales bancos. La fuerza y la maestría que la Orquesta Nacional lucieron desde la marcha inicial fueron los testigos del dominio que este director tiene sobre el repertorio bachiano: impecables en el empaste y en los fraseos, también las intervenciones de cada sección estuvieron brillantes. La primera intervención del coro presentó algún que otro desfase en ciertas transiciones, dejando algún hueco entre las capas sonoras, y siendo cubierto por las “jocosas” trompetas (como indica el título de la cantata), que justamente siendo instrumentos modernos mantienen un sonido más contundente. En cuanto a los solistas, diríamos que el tenor Tilman Lichdi posee una voz ágil más liviana, se le notó algo errático en el recitativo y más arropado en el aria. Más brillantes la soprano Ilse Eerens y especialmente el bajo Andreas Wolf, que intervinieron conjuntamente tanto en el recitativo como en el duetto, ambos con buena vocalización y agilidad. El contratenor Maarten Engeltjes se desenvolvió relativamente bien, aunque exigido en un registro muy alto, su voz resultó más bien forzada y algo pobre de matices. Koopman redondeó la página final integrando solista, orquesta y coro con un buen impulso final.
Tal vez algunas intenciones no resueltas completamente y algunos desajustes hicieron que un concierto con excelentes ingredientes (el director invitado, el programa y el nivel habitual de la OCNE), no alcanzaran las cotas que probablemente eran de esperar, pero fue en todo caso una buena velada, pergeñada con personalidad y algunos momentos de indudable y destellante belleza, que aguardarán hasta la próxima visita de Koopman.