Es toda una experiencia encontrarse frente a un programa de obras maestras interpretado por dos figuras incontestables del piano y del violín. Un programa bien simple compuesto por tres sonatas imprescindibles del repertorio camerístico y, también, significativas de la producción de sus autores. Es cierto que a Debussy se le ha reconocido más por su producción pianística, pero también lo es que se aprecia unanimidad al considerar sus sonatas de cámara como sus obras más expresivas. De ellas solo podemos lamentar que no terminara todas las que había previsto inicialmente, pero podemos celebrar que nos la interpreten hoy dos de los más grandes intérpretes de su generación, Vadim Repin y Nikolai Lugansky.

No es precisamente conocido Lugansky por su excelencia en el repertorio francés, pero no le tiembla el pulso a la hora de afrontar y, sobre todo, estructurar un discurso tan variopinto como el de esta sonata, que se mueve entre la contemplación, la sugerencia, el sarcasmo, los retos rítmicos y un humor particular que sugiere, en ocasiones, timbres de otros instrumentos. Sobre este lienzo se esforzó Vadim Repin en evocar un sonido versátil que pudiera acomodarse a las exigencias de la partitura. Percibimos algún desajuste llamativo entre ambos al avanzar el primer movimiento, pero en general la ejecución abordó todos los registros y contrastes, sin menoscabar la unidad discursiva y prestándole una atención especial a los desafiantes ritmos del Intermedio.
Sin duda resultó mucho más fogosa y expansiva la interpretación de la Sonata de Grieg, la tercera de su repertorio para violín y piano, y por lo visto la más interesante. También es más asequible en su ejecución, por más que parezca lo contrario ante la presencia de un carácter más bien agresivo en su escritura. Solventaron bien el exceso de fuerza y entusiasmo que se presenta en el Appasionato, hilvanándolo con precisión y maestría con el segundo tema, más recogido; y, particularmente, con el Allegretto, que, sin duda, recuerda a los fragmentos más expresivos de sus Piezas líricas, y al que Lugansky dotó de una exposición inolvidable.
Inolvidable, digamos, hasta que tras el descanso acometieron la magnífica Sonata de César Franck, que es un monumento de la música de cámara tanto por su estructura como por su creatividad melódica. Presenta la complejidad de su carácter cíclico, con temas que van reapareciendo a lo largo de todos los movimientos, y que el conjunto abordó como un gran acto único, mostrando su unidad, pero otorgando igualmente la individualidad merecida a cada uno de sus movimientos, mostrando y dialogando sobre su material melódico. Siempre resulta más expectante el agitado y circular segundo movimiento, pero donde se mostró una mayor excelencia expresiva fue en el tercero, cuando sobre las notas graves y profundas de Lugansky se destacaron las desgarradoras notas largas emitidas con afinación impecable por Vadim Repin.
Naturalmente, el reconocimiento mereció propinas, unas piezas de Chaikovski interesantes, sin más intención que la del mero regocijo para todos tras una Sonata de César Franck que había dejado unas sensaciones muy intensas, y que, sin duda, recordaremos durante mucho tiempo.