Contra los giros inesperados de muchos libretos, el fatalismo que va cerrando el círculo de manera angustiante; contra la dispersión de una escena en múltiples distracciones, el arraigo de las tensiones primordiales; contra la Isabel, hito histórico, la María Estuardo, fuente de inspiración artística, como recuerda Stefan Zweig. Hay una coherencia en Maria Stuarda de Donizetti, que si bien mantiene una fuerte impronta belcantista, la lleva a una densidad dramática en la que la elegancia del canto se funde con la profundidad de personajes bien construidos. El Teatro Real traía este título por primera vez a sus tablas con una nueva producción confiada a las manos de David McVicar y con un reparto de notable interés. 

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Aigul Akhmetshina (Elisabetta) y Coro Titular del Teatro Real
© Javier del Real | Teatro Real

La dirección del escocés, de factura clásica y sobria, evitó movimientos innecesarios y destacó por su atención al detalle, especialmente en el vestuario, y por una iluminación magistral que realzó los imponentes fondos, el único guiño contemporáneo de la puesta en escena, y acompañó al espectador en esa sensación de ineluctabilidad final, crepuscular, con una escena final que bien podría exponerse junto a La ronda de noche de Rembrandt. Por otro lado, es cierto que este enfoque resultó algo estático, declaradamente ajeno a cualquier pretensión de imprimir una huella en el desarrollo dramático. En un panorama donde la puesta en escena suele generar tanto debate como la música, la elección de McVicar de mantenerse discreto sorprendió ligeramente, pero no por ello careció de efectividad. En todo caso, es sin duda una opción legítima y perfectamente funcional. 

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Aigul Akhmetshina (Elisabetta), Lisette Oropesa (Maria Stuarda) y Coro Titular del Teatro Real
© Javier del Real | Teatro Real

En cuanto a la dirección musical, en la batuta de José Miguel Pérez-Sierra, resultó ser algo excesiva, especialmente en el primer acto, con un empaque demasiado compacto, así como algo frenética en ciertos cambios de tempi. El director madrileño probablemente buscaba un engranaje perfecto para el lucimiento de los cantantes, pero por momentos pareció aumentar su nivel de exigencia en una tensión que en ciertos pasajes estuvo sobre el punto de precipitar. Pero tratándose de una obra culmen del bel canto, es en este aspecto en el que hemos de concentrarnos, porque si el canto funciona puede sublimar todo lo demás.

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Aigul Akhmetshina (Elisabetta) y Andrzej Filonczyk (Lord Guglielmo Cecil).
© Javier del Real | Teatro Real

El reparto era prometedor en tal sentido, sobre todo por las dos damas protagonistas del drama. Lisette Oropesa debutaba en el rol aunque hoy en día es un valor seguro en el panorama operístico y no desperdició la ocasión para mostrar sus cualidades. Desde la primera escena, brilló por su limpidez en la emisión de la voz, su facilidad para alcanzar las notas altas, su versatilidad para los dúos y los conjuntos. Musicalmente fue brillante a lo largo de la representación, arrancando numerosas ovaciones como en "Deh, tu di un'umile preghiera"con un excelente control del fiato. Dramáticamente, es un personaje complejo: debilitada por el encarcelamiento, pero sin abandonar su orgullo de reina, aterrorizada por la perspectiva del patíbulo, pero sin perder la dignidad, la soprano estadounidense reunió eficazmente esas dos facetas aunque tal vez faltó algo de carácter en el momento en el que se rebela contra Isabel. 

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Aigul Akhmetshina (Elisabetta) e Ismael Jordi (Roberto, conde de Leicester)
© Javier del Real | Teatro Real
 

La Isabel de Aigul Akhmetshina fue desde luego la gran relevación de la noche. La escuchamos en La Cenerentola (2021), dando muy buenas sensaciones, pero la evolución en este tiempo ha sido magistral. Es una voz de mezzosoprano plena, cómoda en el registro bajo y con relativa facilidad para llegar al tercio más alto con agilidad y virtuosismo, como dejó claro desde la cavatina inicial "Quando all'ara scorgemi"; rotunda sobre la escena, que domina con su canto y gesto, fue la protagonista absoluta de los primeros números —cuando María todavía no aparece—, para luego dar vida a una tensión ejemplar entre las dos reinas, plasmando el rol con convicción.

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Lisette Oropesa (Maria Stuarda) y Aigul Akhmetshina (Elisabetta)
© Javier del Real | Teatro Real

Ismael Jordi, un habitual de este repertorio, apareció algo esforzado en la velada de anoche, probablemente es el que más sufrió la dirección contundente de Pérez-Sierra. Eso sí, fue de menos a más, tomando cada vez más cuerpo en sus intervenciones y con un segundo acto sin duda convincente, en el que a su elegancia y esmero en el fraseo y la emisión se sumaron más carácter y potencia. Muy interesante también el Talbot de Roberto Tagliavini, de voz aterciopelada, nítidos bajos y buen sentido dramático en las escenas más concitadas. 

La sensación final fue la de una representación redonda, con gran sentido del espectáculo, y todo gracias, en definitiva, a un medido equilibrio estructural que supo dejar relucir al canto, a sus excesos, a sus piruetas; porque mediante el canto se crea un lugar, se ensancha el espacio emocional y nos cuenta la verdad del drama a través del medio más específico de la ópera, sin soportes adicionales ni artificios secundarios.

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