Anna Netrebko regresa al Teatro Real para lo que ya parece ser una cita habitual. Lo hace acompañada no solo de su pareja artística, y hasta hace poco compañero sentimental, sino también de una pequeña troupe de artistas protegidos, algo así como una coqueta compañía de su Europa del Este. Ofrecieron un buen espectáculo de canto pucciniano, con algunos momentos extraordinarios y otros que quedaron por debajo de las expectativas.
Uno de los aspectos más interesantes de este recital era escuchar a la soprano rusa en el papel de Turandot, un rol que recibió grandes elogios en su estreno hace unos años, aunque, a priori, no parecía el ideal para su vocalidad. El concierto comenzó con selecciones de esta ópera, más apropiadas por cierto para un final que para un inicio. Netrebko no logró dar lo mejor de sí misma; su voz se mostró insegura y algo limitada en esos agudos que deberían derrochar energía y desgarro. En su interpretación, más que encarnar a la protagonista, pareció narrar un cuento con cierta distancia.
A su lado, el tenor Yusif Eyvazov demuestra poco a poco que no es simplemente el inevitable acompañante de una gran diva, sino que tiene un lugar en el escenario por derecho propio. Su voz es un torrente irrefrenable, enérgico y vigoroso. Exhibe una dicción impecablemente clara y un fraseo característico que se aleja del legato tradicional para concentrarse en un esmerado cuidado de cada sílaba. Sería deseable más atención a las dinámicas; su uso constante de la plena voz es imponente y ofrece un espectáculo vocal atractivo y carismático, aunque a costa de matices y sutilezas.
Ana Netrebko es una cantante que derrocha generosidad en su entrega, en su conexión con el público, en sus declaraciones, y también en el hecho de compartir el escenario con los secundarios de su pequeña compañía. La soprano Daria Rybak ofreció una interpretación apropiada de Liù con "Tu che di gel sei cinta", mostrando un gran sentido dramático y solidez en todo el registro. No obstante, se echaron en falta esos pianos y modulaciones que capturan la fragilidad esencial del personaje. También hubo espacio para el pianista reconvertido en barítono Jérôme Boutillier, que presentó un buen Edgar, festivo y algo saltarín, en consonancia con el tono emocional de la velada.
Tras el ecuador del recital, Netrebko dejó de lado los Puccinis más ultradramáticos y volvió a esa zona de soprano lírica-spinto, donde demostró por qué es una superestrella mundial. Regresaron las célebres irisaciones en su timbre oscuro, esos reguladores con los que estremece al público y, para el delirio de los asistentes, presumió de eternos fiatos en los calderones del "Vissi d'arte" de Tosca y el "O mio babbino caro" de la propina. En esta segunda mitad, Netrebko ofreció al público todo lo que se espera de un gran recital.
La orquesta, bajo la batuta de Denis Vlasenko, cumplió sobradamente su cometido, llenando el escenario de los característicos y evocadores remolinos de afectos melancólicos que vertebran la sensibilidad pucciniana. Sin embargo, el coro mixto, combinación de la formación local y el de RTVE, no tuvo una buena noche. Estuvo desajustado en las partes altas durante Turandot, y su ejecución del "Coro a bocca chiusa" en Butterfly fue plana, sin apenas dinámicas ni modulaciones.

Como siempre, cuando Netrebko pisa el escenario, el recital estuvo lleno de buenas vibraciones. La complicidad con su expareja añadió un toque de morbo y verdad dramática a las escenas. A él, por cierto, le correspondió cerrar la velada con un muy heroico "Nessun dorma". Fue un concierto que despertó la admiración de los incondicionales, pero que en conjunto no estuvo a la altura de tantas otras ocasiones que han consolidado a Netrebko, merecidamente, como la superestrella que es en el mundo de la ópera actual.