Aunque sea tópico, no se me ocurre mejor sinopsis de este Ernani que la que permite la contraposición entre tradición y modernidad. La misma que enfrenta y complementa a La Fenice y a Les Arts, teatros que la han coproducido. En el lado de la tradición recaería la composición escénica y el canto. Del lado de la novedad, el concepto que desarrollan Andrea Bernard, sobre el texto, y Michele Spotti, sobre la partitura.

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Angela Meade (Elvira), Piero Pretti (Ernani)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

La parte más llamativa fue, sin duda, la musical. Spotti aportó una lectura personal y desacomplejada. Al contrario que la propuesta escénica, fue chispeante, ligera en los tempi, emocionante en el rubato, límpida y precisa en el acompañamiento. Incluso hubo algún momento de luz. El italiano tiene una mano izquierda exquisita. Con ella dibujó todas las inflexiones melódicas, igualó el fraseo de los cantantes y los guio con mimo. Dirigió los coros de la misma forma, y alguno de ellos sin batuta. Otro hallazgo bien interesante fue el juego tímbrico que dio la banda interna y la trompeta solista, que no estaba a la vista, pero parecía sonar desde el escenario. Hay que añadir una sección de cuerda con mucha prestancia, unas trompas aterciopeladas, unos metales graves que parecieron, por momentos, un órgano y el quinteto que inicia el tercer acto, formado por dos fagotes, dos clarinetes y clarinete bajo, que nos remitió sin disimulo al carácter que imprimen los tres corni di bassetto utilizados por Mozart en algunas de sus músicas masónicas.

Angela Meade (Elvira), Franco Vassallo (Don Carlo), Piero Pretti (Ernani) © Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts
Angela Meade (Elvira), Franco Vassallo (Don Carlo), Piero Pretti (Ernani)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

El cuarteto protagonista, además de equilibrado, cumplió con los requisitos del canto verdiano: color, fraseo, fluidez, potencia y disciplina. Pretti, de canto fácil y timbre claro, construyó muy bien su número de presentación, dosificando la intensidad emocional desde la sección introspectiva (cavatina) hasta llegar a la parte de exhibición (cabaletta). Hizo evolucionar a su personaje desde el audaz bandido al resignado enamorado –“Solingo, errante e misero”. Con Meade formó una pareja de alto voltaje, estremecedora en el parlato con el que se encara el final de la ópera. La soprano es una de las voces verdianas más destacadas del momento y lo demostró: sonido caudaloso y grande, proyección, ligereza en la coloratura y musicalidad en el fraseo. Sin embargo, encarna un rol de pocos matices y no acabó de pulir los pianísimos con los que pretendía modular algunas de sus arias. Vassallo cantó de principio a fin con una intensidad expresiva inusitada. Fue un magnánimo monarca y llegó a conmover en “Oh, de verd'anni miei”. Por su parte, Stavinsky, de sonido oscuro y compacto, demostró sabiduría al destacar la diferencia de edad que separa a Silva de sus competidores por Elvira. Orueta, Pompeu y Castañeda cumplieron con creces, y el coro estuvo redondo, descontando algún ligero descuadre sin importancia mientras se situaban en escena en su primera intervención.

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Franco Vassallo (Don Carlo), Evgeny Stavinsky (Don Ruy Gomez de Silva)
© Miguel Lorenzo & Mikel Ponce | Les Arts

En cuanto al texto, Andrea Bernard toma como punto de partida el drama de Víctor Hugo, y convierte el preludio orquestal en un prólogo cinematográfico. Ahí explica que la inquina que siente el bandido de sangre noble hacia el rey tiene su origen en la ejecución de su padre y el destierro de su familia. A esto, el regista añade más proyecciones y un personaje, un caballero alado, una especie de ángel como Bruno Ganz en El cielo sobre Berlín, que, en una elipsis narrativa, adelanta el final al mostrar el funesto cuerno de caza. Una solución inteligente. Este personaje, además, enlaza los temas que Bernard potencia en cada acto: el amor a cuatro bandas, en los dos primeros, el poder en el tercero (con enorme águila bicéfala desplegada a toda vela) y, finalmente, la muerte. La escenografía de Alberto Beltrame refuerza el carácter gótico del drama al sumir la acción en una perenne oscuridad, solo matizada en las cavatinas por una iluminación bastante insípida. El marco arquitectónico se insinúa; secciones de columnas, muros, arcos y contrafuertes en blanco penden del techo, encajando y contrastando con la superficie rocosa y alquitranada que es el piso. Estos elementos, que al principio resultaron sugerentes, acabaron por aburrir. En línea con el espectáculo, el vestuario combinaba ropajes renacentistas para los protagonistas con diseños incomprensiblemente modernos para las masas, en algunos casos feos. De la mascarada, mejor no hablar. Aun con todo, fue una buena tarde de ópera para cerrar el curso.

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