Sostiene Julian Budden, biógrafo de Verdi, que cuando éste presentó El trovador al libretista Salvatore Cammarano lo definió como un drama “bellísimo, imaginativo y con situaciones potentes”. Esta misma triple adjetivación se puede aplicar, stricto sensu, a la lectura que hace Àlex Ollé de la ópera. Es plásticamente hermosa, inteligente en su conceptualización y alcanzó cotas altas de intensidad, con la cooperación necesaria del director musical, Maurizio Benini, y de un formidable elenco.

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Il trovatore con dirección de escena de Àlex Ollé
© Miguel Lorenzo | Les Arts

A lo largo del drama, Ollé sume a los protagonistas en su propio laberinto. Un dédalo mental pero también físico, perimetrado por bloques como los del Memorial del Holocausto de Berlín. Grandes piezas de cemento que suben, bajan y se hunden, simulando almenas o trincheras, como las que salen en las películas, o lápidas, que cubren los túmulos que acogen a los muertos de la Gran Guerra. Un conflicto simbolizado por las máscaras de gas, que causó tanto estupor como trastornos psíquicos y que dio paso tanto a los primeros experimentos democratizadores —la República de Weimar— como al auge de las dictaduras y del fascismo. Pero, en realidad, el conflicto que reflejó Antonio García Gutiérrez fue el resultante de la guerra de sucesión al trono de Aragón. Manrico es fiel al Conde de Urgell, uno de los postulantes. Frente a ellos el Conde de Luna, al servicio de Fernando de Trastámara, luego el Católico. Por tanto, según Ollé, éstos son los alemanes y aquellos los británicos o los franceses, pongamos por caso. En medio de todos, Leonora. Pero este es solo un plano. El otro, en el que Azucena prepara su venganza, es mostrado por el regidor como si de un montaje cinematográfico se tratase: en paralelo y secuencia a secuencia. Una lección de dramaturgia.

Lucas Meachem (Conte di Luna) en <i>Il trovatore</i> en Les Arts &copy; Miguel Lorenzo | Les Arts
Lucas Meachem (Conte di Luna) en Il trovatore en Les Arts
© Miguel Lorenzo | Les Arts

Es verdad que hubo más movimiento en los paralelepípedos rectangulares que entre las personas, sobre todo en lo que respecta al elenco, más bien pobre en este sentido. Por el contrario, las escenas de masas estuvieron bien estudiadas y el parecido de alguna de ellas a cualquiera de los cuadros sobre fusilamientos que existen fue evidente. La iluminación ideada por Urs Schönebaum fue rica en matices y la parte que da en ocres, marrones y bronces se cumplimentó a la perfección con el sonido herrumbroso que emitió Semenchuk. Esta mezzo, bien conocida en la casa, era esperada. No defraudó. Al acabar, hubo quien dijo que fue la mejor de la función. Volvió a lucir sonido lleno, óptima estructuración de las arias y expresión como actriz. Tuvo un momento delirante al declarar haber lanzado a la hoguera a su propio hijo, arropada, además, por el envoltorio orquestal que le brindó Benini. Al final, estuvo conmovedoramente doliente.

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Ekaterina Semenchuk (Azucena) y Antonio Poli (Manrico)
© Miguel Lorenzo | Les Arts

El contrapunto a la tímbrica oscura, que a veces rozó el desgarro, de Semenchuk lo puso Maslova, debutante en Les Arts. Si bien al principio sus graves fueron imperceptibles, fue creciendo hasta mostrar un caudal pleno, aunque no muy grande, bien dirigido, definido y de pulida afinación. Me gustó el lirismo con el que imprimió algunas de sus arias. La tercera voz femenina, Holly Brown, del Centre de Perfeccionament, estuvo un tanto descolocada. En la parte masculina, el acento lo puso Meachem, quien sustituyó a última hora a Ruciński. No sé qué tiempo tuvo para preparase, pero se desenvolvió con soltura y cantó con arrojo. Mostró amplio caudal, proyección, expresividad e intentó algún filado que le otorgó algún entero más. Poli funcionó muy bien en las escenas exteriores, su sonido y dicción llegaron hasta la platea con claridad, y, pese a que no va sobrado de agudos, compuso un Manrico de color e intención óptimos, y expresividad y fraseo bien matizados. Muy interesante el empaste que le pide el compositor con las trompetas en el registro grave —cuarto acto— conseguido con pulcritud. En el resto de los comprimarios, Corrado fue un sólido Fernando. Modestov y Lozano mostraron buenas dotes.

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Escena de Il trovatore en Les Arts
© Miguel Lorenzo | Les Arts

El otro triunfador de la noche fue Benini. Un director experimentado que condujo con interés a los solistas. Fraseó y ayudó a frasear con mucho gusto, tanto a los conjuntos como a los solistas. Forzó algunos acompañamientos bonitos y unos pianos densos. Por el contrario, en algún momento que otro puso decibelios de más, dificultando la tarea de algunos cantantes. En el coro, la sección masculina mostró un fraseo volátil en su primera intervención. La sección femenina obtuvo colores lindos y destacada afinación. El conjunto estuvo comedido en los fuertes del coro del yunque. Representaban a los exiliados y, por tanto, víctima del conflicto.

A lo largo de estas semanas, en las que València ha estado sumida en la tragedia, se ha reiterado, como cuando la pandemia, que la cultura cura. En puridad, la cultura no cura, pero sirve de bálsamo. Este Trovatore nos ayudó a escapar del día a día por un momento. No obstante, no nos dejó olvidar la tarde del estreno que a muy pocos kilómetros de Les Arts viven paisanos a los que el temporal y su gestión les ha cambiado la vida. Vaya un recuerdo a todos ellos.

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