Pietari Inkinen no es un director que se prodigue entre las orquestas españolas, por lo que, tratándose de otra de las batutas producto de esa mina de oro de la dirección que es la Academia Sibelius de Helsinki, su debut con la Orquestra de València prometía ser una cita indispensable. Además, fiel a la tradición interpretativa instaurada por Robert Kajanus en vida del compositor Jean Sibelius, Inkinen vino con dos partituras de éste bajo el brazo: el poema sinfónico Finlandia y la Sinfonía núm. 5 en mi bemol mayor.
Compuesta en los años de transición entre el siglo XIX y el XX, Finlandia es una de las obras que se pueden explicar por su significación política, ya que el país escandinavo cuenta con un severo historial represivo por parte de Rusia y, dado el contexto bélico en el que se desarrolla la geopolítica europea actual, no es de extrañar que los fineses hayan renovado su recelo hacia las intenciones de sus vecinos. No obstante, en manos de Inkinen, la lectura del poema sinfónico, más que exaltar los valores patrios con dramatismo épico, pareció apelar a la serenidad. Así, el Andante sostenuto inicial estuvo exento de tensión, intención que ya demostró el director en su grabación para el sello Naxos, junto a la integral de la sinfonías de Sibelius (2011). Tampoco resultaron aguerridas las fanfarrias rítmicas de la sección central, pero sí lírico el himno que ocupa la parte final. La cuerda sonó límpida en sus progresiones y con cuerpo.
John Storgårds, otro de los directores perteneciente a la saga de batutas finesas, ha señalado en más de una ocasión que, en su opinión, lo que pretendía el compositor era crear algo nuevo cada vez que abordaba este género; que cada sinfonía fuera diferente a la anterior. Buena prueba de ello es que estuvo inmerso cuatro años en la elaboración de esta Quinta, revisada numerosas veces para que fuera “más humana, más viva”. A tenor de lo escuchado, donde mejor se percibió esa pugna creativa del autor consigo mismo fue en un segundo movimiento que se debatió entre la ingenuidad de la melodía que comparte la cuerda y las maderas, en pizzicato las primeras y picado las segundas, y el lirismo de un tema romántico fragmentado que intenta, sin éxito, expandirse. Con antelación, la primera sección del primer movimiento se había convertido en un vagar sin rumbo de los vientos sobre el murmullo de las cuerdas (flautato indica la partitura), causado en parte por una gestualidad del director que impedía la continuidad entre dichos motivos. Por el contrario, Inkinen movió bien el Allegro moderato consiguiente. En el tercer movimiento, la orquesta sonó grande y de color bonito. Unas trompas compactas hicieron presente de nuevo el péndulo que arranca la cuerda al inicio de la sinfonía y al solo de flauta no le faltó su punto de melancolía. Cuando este tema lo retomaron los violines, fue muy bien perfilado en el fraseo por el director. El final, lleno de silencios, desconcertó al público, que no supo cuando aplaudir. Inkinen optó por respetar la duración de las pausas (en algunas grabaciones se acortan un poco), pero, tal vez, le faltó extremar la tensión.

Completó el programa otro debut: el del clarinetista Andreas Ottensamer en la primera parte del concierto y, siendo esta, tierra de grandes instrumentistas, en particular clarinetistas, no cabe duda de que el vienés levantó mucha expectación dado el número de figuras que coincidieron en el patio de butacas. En la transcripción que hizo Luciano Berio de la Sonata para clarinete (o viola) núm. 1 en fa menor, de Johannes Brahms, Ottensamer hizo gala de sonido redondo, rico en armónicos, calidad en las variadas articulaciones que utilizó, lirismo en el fraseo y gracia en el ritmo ternario del danzable tercer movimiento. En algunos pasajes introdujo con acierto un vibrato sutil. Pero los problemas llegaron cuando quiso mantener un pulso con la orquesta al extremar la dinámica en piano, un grado al que el conjunto no podía llegar debido a su tamaño. Además, la acústica seca e incomodísima del Teatro Principal no permite grandes florituras, por lo que nos hizo añorar la del Palau de la Música. De ahí que el empaste, y en muchas ocasiones, la propia presencia del solista saliera perjudicada y con ello el carácter camerístico e introspectivo de esta Sonata definida como otoñal, que Berio acercó casi a un concierto en su prodigioso arreglo. Finalmente, en el bis, el solo de clarinete que acompaña al aria “E lucevan le stelle” de Tosca, Ottensamer forzó de nuevo el pianísimo y el sonido filado, llegando al oyente casi como un susurro.