El Concierto para violín, op. 61 y la Sinfonía núm. 7, op. 92 fue la propuesta puramente beethoveniana de uno de los conjuntos musicales más representativos y longevos de Europa. Son dos obras que combinan destreza, complejidad y la estima de un amplio público. Parte de una gira internacional, Ibercamera citó a la Wiener Symphoniker, orquesta de excelencia, basada en la tradición, pero versátil en repertorio y con una mirada innovadora de la mano de su director titular, Andrés Orozco-Estrada. Este dirigió unas partituras de lenguaje radical (desde la perspectiva histórica) con una proyección hacia la elegancia y al espíritu representativo de este conjunto orquestal.

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Vilde Frang
© Mario Wurzburger

El Concierto para violín contó con la participación de la solista noruega Vilde Frang, una de las más destacadas de su generación. La obra predomina por su extrema dificultad en la ejecución; un ejercicio necesitado de energía, pulsación perfecta y de expresividad melódica que cuenta con una hilada de motivos y un simbolismo orquestal denso. Haciendo gala de su dominio en las piezas concertantes románticas, la orquesta desarrolló un discurso potente y expresivo. Ya en el primer movimiento, la batuta del colombiano incidió en las líneas armónicas del conjunto resaltando la expresividad, haciendo ver cómo la orquesta lidera en cuanto a virtuosismo en los detalles de la partitura y en transmisión en el plano sonoro. Bajo el acompañamiento orquestal, Frang hizo gala de un melodismo volátil, con un discurso fresco y de realización impecable. Bajo la forma de su Guarnerius, ofreció los mejores pasajes saltando del intimismo de la presentación de los temas principales al lirismo eufórico en su desarrollo. Sus juegos de graves y agudos constataron el lirismo soberbio que posee su musicalidad. Un tejido más triste en la segunda exposición de esta pieza, en el que la cuerda predomina de forma serena y que aportó un tono más reflexivo, dejando margen para desarrollar el tema principal en diversas variaciones. Ya en la resolución de la pieza, destacó la energía de Orozco-Estrada y el vitalismo en su comunicación, en la misma línea de una Frang vivaz e impecable en la conclusión melódica, contando con una orquesta que jugueteó con las repeticiones.

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Andrés Orozco-Estrada
© Mario Wurzburger

El tono vibrante y el color de las cuerdas continuó con la Sinfonía núm. 7. De nuevo, un protagonismo en vientos y en cuerdas, que ejecutaron una estructura rítmica basada en unos movimientos cambiantes e intensos, y en que destacó las repeticiones de fraseos de las diferentes secciones con un brillo muy personalizado y de pulsación milimétrica. La magia primordial del tema principal, el cual va mutando de forma a lo largo de la pieza, fue destacada por la apuesta de dirección en la rectitud del planteamiento en los valores que constituyen la obra. Es innegable la corriente historicista que emana la orquesta, pero confluye proporcionalmente con el carácter latino y la manera de concebir la música de su director, quien sin duda ha sabido aprovechar y crear un equilibrio en el conjunto vienés. Entrado un primer movimiento regido por los vientos, de la interpretación destacó los contrastes y el buen conocimiento de los motivos que encierra este coloso musical. Un recorrido por los distintos grupos instrumentales dieron el lustre a la parte central; diálogos de vientos más sosegados que paulatinamente se fueron convirtiendo en una amalgama de ritmos frenéticos, desembocando la pieza en una secuencia de variaciones del tema principal en una catarata sonora.

La presentación impecable de todo el conjunto y de la muestra comunicativa entre este, su director y la partitura fueron, entre otros factores, el motivo del aclamo entre el público catalán de esa noche.

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