La WDR hizo parada en el auditorio catalán para llevar a cabo un programa plenamente idealista; Beethoven, Schumann y Chaikovski fueron los protagonistas de un concierto en el que la sinfónica alemana desbordó en cuanto a expectativas. Andrés Orozco-Estrada aunó su brillantez, compromiso y la esencia en cada pieza sinfónica, concierto que formaba parte de la 41 temporada de Ibercamera.
La Obertura de Egmont inauguraba lo que sería una noche marcada por un carrusel sonoro de intensidades y directrices altísimas. Dando paso a una iniciática tensión dramática, Orozco-Estrada mantuvo el carácter solemne característico durante el transcurso de la lectura, remarcando los silencios que subrayaban el trasfondo de la historia del héroe ideada por Goethe, en búsqueda de una libertad y marcada por el destino. Las líneas pausadas marcaron también el espíritu de la voz propia del personaje, fundamentada por las secciones que describían los pasajes de esta página, la más magistral de todo el opus. Destilando lo refulgente de la narrativa musical, vista como uno de los antecedentes del poema sinfónico, la orquesta ejecutó ritmos concisos, fuerza dramática y desarrollos descriptivos medidos en tres partes. De la expectación retraída de las primeras cuerdas que trabajaron la prolongación de los arpegios, hasta abarcar la brillantez orquestal en los pasajes más vibrantes, de ritmos vivos y sonoridad que remetía a lo triunfal.
En el Concierto para violonchelo en la menor de Schumann destacó un Pablo Ferrández como solista: interpretación unificada, con asentado carácter emocional y reconstruyendo la pieza con pleno dominio del instrumento. Un violonchelo fluido, transitando los diferentes estados sustanciales de los movimientos; desde los más contemplativos a los más resolutivos, los compases de la pieza reorganizaban el material motívico presentado (y fragmentado) en el inicio , reorganizándose progresivamente en su evolución. Ferrández llevó a cabo el atino de su papel como solista por la personalización cromática de las líneas melódicas, el equilibrio de ritmos —dinámicos, expresivos, armónicos— y su unión con el resto del acompañamiento orquestal, siendo la batuta de Orozco-Estrada cuidadosa a la hora de no ahogar el sonido de sus cuerdas.

Lo más esperado y el culmen del encuentro entre WDR y la dirección de Orozco-Estrada fue la Quinta sinfonía de Chaikovski; una obra que su naturaleza cíclica la envuelve y la transforma a medida que avanza, logrando una de las partituras más expresivas y elegantes del periodo musical. El tema-leitmotiv del destino vuelve a recuperarse en una dirección interesada en remarcar la intensificación de cada sección. El primer movimiento estuvo dominado por las consecuentes recapitulaciones del tema principal, dominados por el clarinete y el fagot, acompañándose por las melodías de cuerdas que se iban repitiendo y jugando con las intensidades. En el siguiente capítulo, el tema principal fue tomado por una trompa solista con el contrapunto del clarinete, mientras el resto de la orquesta capitaneaba la expresividad en crescendi sucesivos durante toda la sección tripartita. Destacaron el papel de los metales en su primera incursión temática, dando paso a la relevancia de las cuerdas y los vientos del tercer movimiento, en el que el director manejó una elegancia en las escalas y la transición del clímax con detallismo. El último movimiento, indiscutiblemente el más fastuoso de la partitura, fue llevado con el temperamento triunfal requerido, destacando el papel persuasivo de los timbales y nuevamente, unos metales sólidos haciéndose réplica de cuerdas y vientos.
La solemnidad de su fin constató una orquesta de nivel, acompañada por la dirección y cuidado musical de Andrés Orozco-Estrada, quien demostró un porte energético y más que cumplidor, celebrando una ejecución de primer orden en L’Auditori.