Alta y firme, como un muro, era la expectación para todo aquel que cruzaba la entrada del teatro catalán para asistir a Giselle. Después de haber sido anulada ante la imposición pandémica, el Gran Teatre del Liceu parecía decir adiós a una de las producciones europeas de danza más aclamadas; pero a gracia y bien de todos, se reorganizó su estreno y un año después, la espera llegó a su fin. Muchos respiraban por y para ver esta pieza, que superó cualquier expectativa generada. La revisión de la obra, creada a partir de la dirección de Tamara Rojo y el imaginario coreográfico de Akram Khan, está envuelta en una belleza violenta, de mirada descarnada, nada inocente y con el objetivo de hacer de la ternura de la protagonista una vía de unión hacia nuestra actualidad y mostrar valores (y conflictos) perennes. Una versión singular del clásico ballet con la óptica clavada en un mundo globalizado, migrante, florado de desigualdades económicas y jerarquizadas, con un manto sonoro entre el sinfonismo y la electrónica. El romanticismo se convierte en heroísmo, siendo una celebración a la mujer contemporánea impregnada de fortaleza y regeneradora de la esperanza. El contexto en clave social sigue ahí; la historia de Giselle está ahí.

Tamara Rojo
© Paco Amate | Gran Teatre del Liceu

Por un lado, Akram Khan firma el ideario del clásico ballet repleto de símbolos personales basados en lo ritual, étnico y tribal, consiguiendo una estética y dramaturgia desafiante. Por el otro, Tamara Rojo, bailarina, coreógrafa y directora del ENB, asume el rol de la propia Giselle, con una respuesta coreográfica que despunta en dominio y elegancia. Propuesta crítica, social, colectiva; con culturas, valores y sentidos. El léxico coreográfico del anglo-bangladesí acogía a la danza Kathak, a los bailes folclóricos como representación de los parias; una reivindicación a la memoria del gesto de las minorías encontrada en el juego de manos y las formaciones en pies llanos como símbolos de resistencia y colectividad. El primer acto estuvo marcado por la explosividad y sincronización rápida, donde también se encontraron con destacados momentos solistas. Rojo presentó a una Giselle pulcra y dulce en movimiento, quien recreó las partes más bucólicas del lenguaje corporal del ENB, conjuntamente con un Isaac Hernández como Albrecht solvente y canónico. Destacó Jeffrey Cirio como Hilarion, con un solo lleno de potencia y sensualidad en lo más clásico, dejando entrever alusiones al baile urbano o referencias al jazz dance.

Tamara Rojo e Isaac Hernández
© Paco Amate | Gran Teatre del Licue

Como telón de fondo y único para la representación, acompañada de una iluminación crepuscular continua de Mark Henderson, un enorme muro oscilante se presentaba como un personaje más en el proscenio; como representante del aislamiento y la lucha, la riqueza y la pobreza, de lo terrenal y lo etéreo, la muralla acogía el drama y adquiría valor simbólico propio de la mano de Tim Yip. Especial importancia tuvo en la presentación del reino de las Willis capitaneadas por Myrta (espectacular Stina Quagbeur), recreadas como espíritus fantasmagóricos en este ballet blanc, estando entre lo siniestro y lo poético, pero de belleza intensa recreando las formaciones de puntas más conocidas y pasajes más exigentes. Un cuerpo coreográfico del ENB intenso y expresivo, con movimientos mayoritariamente deslizantes, de ritmos hipnóticos y percutidos pero manteniendo el aire romántico de la técnica y la forma clásica. La fuerza y la elegancia fueron las máximas del cuerpo de baile que estuvo al servicio dramatúrgico.

Tamara Rojo
© Paco Amate | Gran Teatre del Liceu

La narrativa musical fue otro de los elementos que defendieron esta nueva concepción del cuento. Tomada por el músico contemporáneo Vincenzo Lamagna, quien trabaja sobre la partitura original de Adolphe Adam, incluye motivos metálicos, distorsiones, amplificaciones y varios efectos electrónicos. Todo ello casando con las asociaciones contextuales de la industrialización y sorprendentemente bien con el inframundo de las Willis. Las ideas musicales defienden la dramaturgia en los clímax y las situaciones atmosféricas combinando una sinfónica del Liceu dirigida por Gerry Cornelius, rescatando melodías y armonías de Adam inyectándoles crescendi y convirtiéndolos en estallidos escénicos. La convivencia de varios recursos musicales, el juego con la partitura y la potencia sonora acabaron de dibujar un ambiente potente y casi cinematográfico.

Una comunión de imágenes y cuerpos que sabió a poco una vez concluida la función, en el que un Liceu a rebosar se puso en pie respondiendo con las mejores ovaciones a esta producción, siendo también un especial agradecimiento a Tamara Rojo, quien después de una década comandando el ENB en el escenario pone fin a su carrera como intérprete para dirigir en los EE. UU. (¡Toi, toi, toi!). Nadie que haya asistido a esta celebración del cuerpo podrá negar que uno sale conteniendo la respiración, sabiendo que lo que ha visto muy difícilmente se podrá igualar en calidad, imaginación y magia. Me atrevo a decir que todos querríamos volver a ver ese muro para volver a ver a esta Giselle derribarlo.

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