La laureada directora rusa Anna Rakitina, hasta hace poco asistente de Andris Nelsons en la Sinfónica de Boston, subió al podio de la Orquesta Sinfónica de Galicia para ofrecer un atractivo programa, con una revitalizante mezcla de una creación estrictamente contemporánea y un clásico del repertorio; una propuesta que una vez más se tradujo en una afluencia masiva de público. La noche se abrió con el estreno en España, y tercera interpretación mundial, del Concierto para violonchelo y orquesta del compositor alemán Detlev Glanert. Como solista, el carismático chelista muniqués Johannes Moser, quien tras sus exitosas visitas previas con Lutoslawski y Saint-Saens, afrontaba el reto de confrontar su chelo con una obra del siglo XXI concebida para un abrumador orgánico orquestal.

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Anna Rakitina
© Julia Piven

La composición de Glanert, cuya música destaca por combinar un lenguaje accesible, enraizado en la tradición centroeuropea, con una técnica sólida y sofisticada, sorprendió por su imaginación y expresividad. Influido por compositores como su maestro Henze y clásicos del XX como Mahler, Janáček y Shostakovich, ha atravesado por diferentes etapas estilísticas que incluyen el minimalismo y la música concreta, pero pronto encontró su propia voz desarrollando un estilo ecléctico construido sobre un elaborado manejo de los mimbres orquestales y una imperiosa necesidad de comunicar al oyente. Su nuevo concierto responde milimétricamente a estas premisas. Construido sobre un esquema en tres movimientos continuos, lento-rápido-lento, sumerge al oyente en un arco sonoro que oscila desde la máxima introspección hasta una abrumadora catarsis central. Esta, de carácter casi apocalíptico, desafió tanto a Moser como a la orquesta, llevándolos a territorios de gran densidad sonora. Moser, inspirador y paladín de la obra, exhibió una técnica sobrehumana y una capacidad de proyección desde su Guarnieri que le permitió sobrevivir a los más poderosos despliegues orquestales. Es de destacar la habilidad del compositor para salvaguardar este aspecto, haciendo que, a pesar de lo descrito, la voz del solista fuese siempre audible. Fue clave en este aspecto la clarividencia de Rakitina, pero también su habilidad para mantener la precisión rítmica en el desquiciante Presto. El Adagio final alcanzó cotas emocionales que desafían a las palabras por su atmósfera vulnerable y evocadora. Fue especialmente emotivo el diálogo de Moser con la concertino, Raquel Areal, un canto bucólico de esperanza que cerró la obra con un tono melancólico pero reconfortante, con cada nota sostenida resonando en el silencio del auditorio, creando un ambiente de contemplación reverencial. El público, cautivado, contuvo la respiración, y los móviles, ante la belleza desgarradora de la música. El propio compositor, presente en la sala, recibió los aplausos; ensordecedores, como raras veces se escucha en un estreno contemporáneo. Un merecido tributo a una pieza que dejó una impresión duradera en todos los presentes.

Anna Rakitina regresó para abordar la icónica Quinta de Tchaikovsky, obra que en cierto modo exige similares demandas que el concierto previo: rigor técnico y control emocional preciso. El Andante inicial fue interpretado de forma contenida, con una elegancia controlada que permitía vislumbrar la tormenta emocional que se desataría en el Allegro con anima. Rakitina es una directora parca en su gestualidad, pero al mismo tiempo pródiga en movimientos concisos y bien definidos que comunican claramente sus intenciones a los músicos. Hubo muy buena química con los músicos y esto se tradujo en una rica paleta de dinámicas y emociones; justo lo que la partitura demanda. En el Andante cantabile, resplandeció, muy segura y efectiva, la principal de trompa, Marta Montes, confiriendo a la melodía una profundidad y una humanidad que contrastaron a la perfección con las ensoñadoras maderas y los soli de la cuerda grave. Un Vals rico en dinámicas y muy matizado en lo melódico, rebosante de melancolía dio paso al Andante maestoso y al Allegro final. Con una precisión casi quirúrgica y un sentido del drama muy dosificado, Rakitina condujo a la orquesta hacia un clímax final que resultó en un estallido de poder y vitalidad. Una magnífica segunda parte para un concierto que demostró como la Orquesta Sinfónica de Galicia, bajo una batuta joven y prometedora, es capaz de asumir nuevos desafíos y ofrecer al público una experiencia musical memorable.

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